lunes, 11 de enero de 2021

Anunciación

No puede invocarse. Acontece. Como el sudor o la intranquilidad. Me ha sucedido al salir a correr. Al flotar en el agua bajo un sol legionario en las islas del mar de Andamán. Al darme cuenta, a las tres de la tarde, de que todavía faltaba tanto. Al abrir mi costurero y ver el centímetro de hule, los hilos, los alfileres, esa pulcritud caser, pasmosa, diminuta. O quitándole los tréboles a las macetas del balcón. Sí. Sobre todo quitándole los tréboles a las macetas del balcón. Me pasó muchas veces. Algunas las recuerdo. Una noche de mi infancia, cuando estaba en casa de mi abuela y mi padre llegó a buscarme inesperadamente con dos entradas para el cine. Una tarde de verano, mientras cortaba el pasto y miré una rosa de color naranja que parecía un gajo de fuego. Un atardecer de domingo en invierno: tenía mucho frío y regresaba a casa después de haber estado en un campo, de haber perdido unos anteojos de sol sin que me importara, y estaba sucia y cansada y sentía el peso hermoso de la vida acá. Me pasó durante muchos días en los años noventa, mientras pintaba un balcón escuchando la radio y mirando de reojo películas malas en un televisor antiguo que funcionaba mal. Es una especie de licantropía blanca. Una anunciación, una santidad incontenible. No es un alivio ni una tregua. Es un momento estático. Un bloque de tiempo. Como si el mundo se quedara quiete y exudara geometría. No es euforia. Es un tironeo sin exaltaciones, una inmersión bautista. Un trance. Una levitación en la que entiendo todo. Hace mucho que no me sucede. Pero eso no me importa. Lo que me importa es saber cuántas veces más me sucederá antes de que todo se acabe. ¿Cuatro, cinco? Siento como si le estuviera diciendo adiós a todo.

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