lunes, 27 de julio de 2020

La mujer singular y la ciudad.

A nadie le sorprende más que a mí que haya resultado ser quien soy.

-Ellos aprobaron –dice Leonard-. Eso es todo. Hace cincuenta años, entrabas en un armario llamado “matrimonio”. En el armario había dos conjuntos de ropa, tan rígidos que se sostenían de pie. La mujer se ponía el vestido llamado “esposa” y el hombre, el traje llamado “marido”. Y eso era todo. Desaparecían dentro de la ropa. Nosotros, hoy, suspendemos. Nos quedamos aquí de pie, desnudos. Eso es todo.
            Enciende una cerilla y la acerca al cigarrillo.
            -No estoy hecha para esta vida –digo.
           -¿Y quién lo está? –dice, expulsando el humo en mi dirección.

“Todos los hombres en soledad son sinceros”, decía Ralph Waldo Emerson. “En cuanto entra en escena un segundo, comienza la hipocresía […]. Un amigo, por lo tanto, es una especie de paradoja de la naturaleza”.

Mi amistad con Leonard empezó conmigo invocando las leyes del amor: las que conllevan expectativas. “Somos uno”, decidí poco después de conocernos. “Tú eres yo y yo soy tú; es nuestra obligación salvarnos el uno al otro”. Me llevó años darme cuenta de que ese sentimiento no era exacto. Lo que somos, de hecho, es un par de viajeros solitarios que avanzan con esfuerzo por el territorio de sus vidas, y que de vez en cuando se encuentran en el límite más alejado para intercambiar noticias sobre el estado de las fronteras.

En el colegio, ambas habíamos sido ejemplos perfectos de esas niñas muy inteligentes cuyas inseguridades las dotan de voces propensas al desprecio y la crítica.

Alice consiguió calmar inmediatamente a Minna diciéndole que sin duda aquello no era justo, pero que la vida no era justa, y que experimentar esa injusticia era la prueba de que seguía estando viva, que sólo por eso debería sentirse agradecida. Minna esbozó una sonrisa encantadora y la crisis se zanjó.

El hábito de la soledad persiste. Leonard me dice que si no la convierto en una soledad útil, seré la hija de mi madre por siempre jamás. Tiene razón, por supuesto. Uno se siente solo por la ausencia del otro idealizado, pero en la soledad útil yo estoy aquí, haciéndome compañía imaginaria, insuflando vida en el silencio, llenando la habitación con pruebas de mi propio ser sensitivo.

Liberarse de las heridas de la infancia es una tarea que nunca se acaba, ni siquiera cuando se está al borde de la muerte.



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