lunes, 14 de marzo de 2016

De ganados y de hombres

Al caer la tarde, cuando el crepúsculo abre el cielo en tajadas coloradas como fisuras en un volcán, los rumiantes dejan de pastar y van a reunirse en grupos bajo la fronda de algún árbol. Pero hoy el día está nublado y el cielo, en vez de una tonalidad sangrienta, tendrá un gris oscuro en los márgenes.
A Edgar le gusta mirar a los animales encerrados. Solos o en grupitos, se mueven siempre al mismo ritmo para masticar o para sacudir el rabo. Los bovinos, todos, se orientan buscando el norte cuando pastan, eso porque pueden sentir los campos magnéticos de la Tierra. Muy poca gente entiende el porqué, pero los que todos los días trabajan con vacas saben que ellas tienen ese código de comportamiento y que se paran todas apuntando a la misma dirección para pastar. Ese equilibrio no se ve en los hombres, en ninguno de ellos.
Una vaca avanza hacia donde está Edgar. Perezosa, mueve las ancas majestuosamente mientras mastica un pedazo de pasto. Edgar extiende la mano y le acaricia la cabeza al animal. En la frente tiene una marchita marrón como si fuese una gota. Sin duda se acordará de ella cuando vuelvan a estar cara a cara.
Termina el cigarrillo y enfila hacia el box de aturdido. Suspira, se siente angustiado. Es su trabajo, es lo único que tiene para ganarse la vida. Mira atrás. Los rumiantes pastan tranquilos, desperdigados o formando grupos, pronto va a estar frente a frente con cada uno; él, que es la auténtica bestia asesina. 

(Fragmento de "De ganados y de hombres", de Ana Paula Maia

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