viernes, 29 de noviembre de 2013

Paul Auster sobre el aburrimiento y la soledad:

No debe menospreciarse el aburrimiento como fuente de contemplación y ensueño, los centenares de horas de tu primera infancia en las que te encontrabas solo, nada inspirado, perdido, demasiado apático o despreocupado para jugar con tus cochecitos y camiones, para molestarte en disponer tus indios y vaqueros en miniatura, las figuritas de plástico verde y rojo que desplegabas por el suelo de tu cuarto con objeto de enviarlos a emboscadas y ataques imaginarios, o en armar alguna construcción con tus Lincoln Logs o tu juego Erector (que de todos modos nunca te habían gustado, sin duda por tu falta de aptitudes para las cuestiones mecánicas), sin ganas de dibujar (actividad para la que también eras fastidiosamente inepto y que te procuraba poco placer) ni de coger tus lápices de colores para rellenar otra página de tus estúpidos cuadernos para colorear, y como fuera llovía o hacía demasiado frío para salir de casa, languidecías en un torpor malhumorado y alicaído, aún demasiado joven para leer, aún demasiado joven para llamar a alguien por teléfono, suspirando por un amigo con quien jugar o por alguien que e hiciera compañía, la mayor parte de las veces sentándote frente a la ventana y viendo cómo se deslizaba la lluvia por el cristal, deseando tener un caballo, preferiblemente uno claro de crin blanca con una recargada silla del Oeste, o si no un caballo, un perro, un animal muy inteligente al que pudiera adiestrase para que comprendiera hasta el último matiz del lenguaje humano y trotara a tu lado mientras cumplías tus peligrosas misiones para salvar niños en peligro, y cuando no te ponías a soñar deseando que tu vida fuese diferente, tendías a reflexionar sobre cuestiones eternas, cuestiones que aún hoy te sigues planteando y a las que nunca has sido capaz de responder, tales como la forma en que surgió el mundo y por qué existimos, a dónde va la gente al morir, e incluso a aquella edad tan sumamente tierna conjeturabas que quizá el mundo entero estaba encerrado en un tarro de cristal colocado en un estante junto a una docena de otros tarros-mundos en la despensa de la casa de un gigante, o si no, de forma aún más vertiginosa y sin embargo irrefutable desde el punto de vista de la lógica, te decías a ti mismo que si Adán y Eva eran las primeras personas que hubo en la tierra, entonces todo el mundo estaba emparentado con todo el mundo. Temido aburrimiento, largas y solitarias horas de silencio y vacuidad, mañanas y tardes enteras en las que el mundo dejaba de girar a tu alrededor, y sin embargo aquel terreno desolado demostraba ser más importante que la mayoría de los jardines en los que jugabas, porque entonces fue cuando aprendiste a estar solo, y únicamente cuando una persona está a solas consigo misma puede dar rienda suelta a su imaginación.

(Fragmento de "Informe del interior", de Paul Auster)

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