sábado, 6 de diciembre de 2008

Hoy temprano.

(Me encanta este cuento de Pedro Mairal.)

Salimos temprano. Papá tiene un Peugeot 404 bordó, recién
comprado. Yo me trepo a la luneta trasera y me acuesto ahí
a lo largo. Voy cómodo. Me gusta quedarme contra el vidrio
de atrás porque puedo dormir. Siempre estoy contento de ir a
pasar el fin de semana a la quinta, porque en el departamento
del centro, durante la semana, lo único que hago es patear
una pelota de tenis en el patio del pozo de aire y luz que está
sobre el garaje, un patio entre cuatro paredes medianeras
altísimas y sucias por el hollín de los incineradores. Si miro
para arriba en ese patio parece que estuviera adentro
de una chimenea, si grito, el grito apenas sube pero no llega
hasta el cuadrado de cielo. El viaje a la quinta me saca
de ese pozo.



En la calle hay poco tránsito, quizá porque es sábado
o porque todavía no hay tantos autos en Buenos Aires.
Llevo un autito Matchbox adentro de un frasco para capturar
insectos y unos crayones que ordeno por tamaño y que no
me tengo que olvidar al sol porque se derriten. A nadie
le parece peligroso que yo vaya acostado en la luneta.
Me gusta el rincón protector que se hace con el vidrio
de atrás, al lado de la calcomanía de la Proveeduría Deportiva.
En el camino miro el frente de los autos porque parecen
caras: los faros son ojos, los paragolpes son bigotes,
y las parrillas son los dientes y la boca. Algunos autos tienen
cara de buenos, otros cara de malos. Mis hermanos prefieren
que yo vaya en la luneta porque así tienen más lugar
para ellos. Yo no viajo en el asiento hasta más adelante,
cuando hace demasiado calor o cuando ya no quepo
en la luneta porque crecí un poco. Tomamos una avenida
larga. No sé si es porque hay muchos semáforos pero vamos
despacio, además después ya el Peugeot está medio roto,
tiene el caño de escape libre y hay que gritar para hablar;
una de las puertas de atrás está falseada y mamá la ató con
el hilo del barrilete de Miguel.



El viaje es larguísimo. Sobre todo cuando no están
sincronizados los semáforos. Nos peleamos por la ventana,
ninguno de los tres quiere sentarse en el medio. En la General
Paz nos turnamos para sacar la cabeza por la ventana
con las antiparras de agua de Vicky, para que no nos lloren
los ojos por el viento. Papá y mamá no dicen nada. Salvo
cuando pasamos por la policía: ahí hay que sentarse derechos
y estar callados. Cuando ya tenemos el Renault 12, a Miguel
se le vuela por la ventana medio pilón de figuritas de "Titanes
en el Ring" y papá frena en la banquina para juntarlas
porque Miguel grita como un enloquecido. Yo veo de repente
que se nos acercan dos soldados apuntándonos con la
metralleta, diciendo que estamos en zona militar. Le hacen
preguntas a papá, lo palpan de armas, le revisan
los documentos y después tenemos que seguir viaje sin juntar
las figuritas que quedan ahí desparramadas, incluso
la autografiada por Martín Karadagián.



Papá busca música clásica en la radio, a veces consigue
sintonizar bien la emisora del Sodre. Nosotros estamos
a las patadas en el asiento de atrás cuando de repente papá
sube el volumen y dice "escuchen esto, escuchen esto"
y hay que hacer una pausa silenciosa en medio de una toma
de judo para escuchar una parte de un aria o de un adagio.
Después, cuando llegan los pasacassettes para autos, el viaje
a la quinta se hace bajo el dominio absoluto de Mozart.
Miramos pasar hacia atrás el camino prolijo, los árboles
podados con los troncos pintados de blanco, y escuchamos
los quintetos para cuerdas, las sinfonías, los conciertos
para piano, las óperas. Vicky lidera rebeliones para tapar
a las sopranos de "Las bodas de Fígaro" o de "Don Giovanni"
con nuestro cántico filial favorito que dice "Queremos comer,
queremos comer, sangre coagulada revuelta en ensalada...".
Pero después Vicky empieza a traer libros para el viaje
y los lee sin prestarle atención a nadie, en silencio,
cada vez más enojada, porque la obligan a venir, hasta
que le dan permiso para quedarse los fines de semana
en el centro para ir al cine con sus amigas que ya salen
con chicos, y entonces Miguel y yo tenemos cada uno
su ventana indiscutible, aunque invitemos a un amigo. 



Sentimos que no vamos a llegar nunca. Hay largas esperas
a medio camino mientras mamá compra muebles de jardín
o plantas, aprovechando que papá se quedó trabajando
en casa. Con Miguel jugamos en el asiento de atrás a ver
quién aguanta más sin respirar, cada uno le tapa el tubo
del snorkel al otro para que no haga trampa, o si no,
improvisamos un partido de paleta con un bollo de papel
y las dos patas de rana. Esperamos tanto que Tania se pone
a ladrar, porque no aguanta más, encerrada en la parte
de atrás de la Rural Falcon que tenemos después del Renault.
Entonces aparece mamá, con plantas o macetas o algún
mueble que hay que atar al techo, y seguimos viaje.



Los amigos que invita Miguel van cambiando. Yo los miro
con asombro, con ansiedad perversa, porque sé que cuando
lleguemos van a empezar a caer en las trampas que Miguel
deja siempre preparadas: el ratón muerto dentro de las botas
de goma para el invitado, el fantasma del galpón, la farsa
de los chanchos asesinos, el pozo tapado con hojas y ramas
al lado de la fila de palmeras que se ve desde la casa. Dentro
del auto, en los embotellamientos de la ruta a media mañana,
yo miro a los amigos de Miguel y paladeo por primera vez
el mal. Prefiero a los confiados y prepotentes, porque sé
que les va a resultar más intensa la humillación
de esas trampas en las que yo colaboro de un modo oblicuo,
indefinido. Los invitados de Miguel casi nunca vuelven a venir.



Cuando terminan el primer tramo de la autopista y ponen
el peaje, el tráfico avanza mejor. Vicky va por su cuenta,
con amigas que tienen auto. Papá ya casi no viene.
En la Rural destartalada, mientras mamá maneja, Miguel
me usa el cuaderno de dibujo garabateando planos
y elaborando estrategias para espiar a las amigas de Vicky
cuando se cambian. Después Miguel empieza a venir cada vez
menos, y yo tengo todo el asiento de atrás para dormir. Mamá
frena y me despierta para que le ponga agua al radiador
que pierde y recalienta el motor. Compramos una sandía
al costado de la ruta.



En la barrera del tren, donde antes había uno o dos
vendedores ambulantes, ahora hay amputados o paralíticos
que piden limosna y otros que ofrecen revistas, pelotas,
biromes, herramientas, muñecos. También en los semáforos
del pueblo que atravesamos piden una moneda o venden
flores y latas de gaseosa. A papá le dieron el Ford Sierra
de la empresa, que tiene botones automáticos y como
a Miguel lo asaltaron hace poco, mamá me hace bajar los
seguros y cerrar las ventanas en los semáforos porque le dan
miedo los vendedores. Dice que se le tiran encima y que,
además, Duque los puede morder. Después, la excusa del aire
acondicionado ayuda a que ya no vayamos más con la
ventana abierta. El auto comienza a ser una cápsula de
seguridad, con un microclima propio. Afuera cada vez hay más
basura, más pintadas políticas. Adentro, la música suena
nítida en el estéreo nuevo y mamá tolera con paciencia
los cassettes que yo pongo de Soda o de Police.



El auto es más rápido y todo el tiempo parece que estamos
por llegar. Sobre todo cuando empiezo a manejar yo,
que aumento la velocidad sin que mamá se dé cuenta porque
viene tranquila en el asiento del acompañante mirando
en el espejo su último lifting que le tira la piel para atrás
como si fuera un efecto de la aceleración. Después, cuando
muere papá, mamá prefiere que maneje Miguel, que volvió
como el hijo pródigo, porque Vicky ya está viviendo
en Boston. Para mí la ruta se empieza a enrarecer porque
manejo el Taunus amarillo del padre del Chino en el que
dejamos cerradas las ventanas, no por miedo a que nos roben
sino para que el humo de la marihuana no pierda densidad.
Escuchamos "Wild horses" y hay momentos casi espirituales
en los que la velocidad total de la ruta parece cobrar
una lentitud serena en el paisaje enorme y chato. Después
manejo el auto de la madre de Gabriela que por suerte
es gasolero y no gasta demasiado en las escapadas
que nos hacemos cualquier día de semana para estar solos
un rato. Ya se está hablando del tema de la expropiación
pero es apenas una advertencia, faltan todavía dos gobiernos.
Gabriela se pone unos vestiditos que me obligan a manejar
con una sola mano y a acariciarle los muslos con la otra,
subiendo desde las rodillas lentamente, sin necesidad de poner
los cambios porque dejo el motor a fondo mientras Gabriela
me pide al oído que no me apure, que esperemos a llegar.
Nunca se hizo tan largo el viaje. La quinta está allá lejos,
inalcanzable.



Más adelante, a Gabriela le empieza a crecer la panza
y viajamos para tratar de integrarnos a la vida familiar. Vamos
en el Volkswagen que nos presta su hermano. Ya usamos
cinturón de seguridad, ya empezamos a tener miedo 
de morirnos y faltan pocos kilómetros. Los años pasan hacia
atrás cada vez más rápido. Hay muchos más autos en la ruta
y más peajes. Están terminando la autopista. Frenamos
en una estación de servicio, discutimos. Gabriela llora
en el baño. Tengo que pedirle que salga. Después compramos
el baby-seat para Violeta y ella va chiquitita y dormida
en el asiento de atrás, también con cinturón de seguridad.
Los tres atados.



Piso el acelerador porque quiero llegar temprano para
almorzar. Gabriela dice que no importa, que podemos parar
en el Mc Donald's. Discutimos. Gabriela me desprecia. Yo me
pongo los anteojos negros y acelero más. Aprovecho el viaje
para escuchar demos de jingles para radio. Aprieto con las
manos el volante del Escort. Falta poco. Gabriela me pide
que vaya más despacio, después deja de venir, se va
con Violeta a lo de la madre los fines de semana. Manejo solo,
escucho los conciertos para piano de Mozart en compacts
que suenan perfectos. El motor de la 4x4 no hace ruido.
La autopista está terminada, con alambre a los costados
para que no cruce la gente. Voy por el carril rápido. Miro
el velocímetro: ciento sesenta y cinco. Estoy por pasar
por el lugar exacto. Veo de lejos las tres palmeras y espero
que se alineen. Se acercan, me acerco, hasta que la primera
palmera tapa a las otras dos y digo "acá", y es como
si lo gritara, pero lo digo despacio, lo digo en el punto exacto
donde estaba la casa antes de la expropiación, antes
de que la demolieran y construyeran arriba la autopista.
Siento que por una milésima de segundo paso por adentro
de los cuartos, por arriba de la cama donde jugábamos
con Miguel a "Titanes en el Ring", paso por las tumbas
de Tania y Duque entre las plantas de mamá, paso por un olor
húmedo y metálico, por un sabor a ciruelas verdes tiradas
en el fondo de la pileta para sacarlas buceando más tarde,
paso por el miedo a una culebra que salió cuando dimos vuelta
una chapa, por la noche de lluvia en que jugamos a embocar
una pelota en el único cuadrado roto de la ventana para
obligarnos a buscarla con linterna entre los sapos
y los charcos. Ahora es un malón incesante de autos
que pasa por encima del fantasma de la casa. Son las doce
en punto y el sol resplandece en el asfalto. Soy un hombre
divorciado, un publicista que va al country de su hermano
por primera vez y se olvidó las instrucciones de cómo llegar
y está perdido, un hombre que no sabe dónde frenar y sigue
viajando en el auto desde que salió hoy temprano, hace
mucho, acostado en la luneta de atrás.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Sublime, María. Reviví un pedazo de mi vida.

María dijo...

Todo mérito de Mairal Peti, sólo copié y pegué. Me alegro de que te haya hecho viajar.

Anónimo dijo...

Bellísimo.
Tu mérito es compartirlo.

Anónimo dijo...

Espectacular!

María dijo...

Pedro Mairal me parece un genio:

http://elseniordeabajo.blogspot.com/2009/05/59.html

http://elseniordeabajo.blogspot.com/2009/06/en-el-bar.html

cecis dijo...

triste no entender de qué va la vida...precioso cuento