Desde que escribí indignada sobre esa publicidad de radio del Banco Galicia me están pasando cosas muy extrañas con los encargados de mi cuadra. Algo se proyectó por ósmosis en mi caminar, algo les transmitió que yo estaba de su lado, porque no creo que los porteros de mi calle estén leyendo este blog.
Hace unas semanas mi auto llegó a sus peores condiciones de mugre, creo que me pasé de la raya en ese tironeo que tenemos mi Gol y yo. Tanto que un portero decidió bañarlo por motu propio y dejármelo brillante para ir a trabajar. Quizás lo avergonzaba tener semejante juntadero de polvo estacionado en su frente, o quería apoyarse con los otros a chusmear sin quedar marcado por la espalda. La cosa es que lo lavó muy bien y se lo agradecí muchísimo. Le compré una botella de vino, me pareció que la plata le sacaba toda la magia a su actitud.
A los pocos días, llego al médico y descubro que me falta la billetera. Además de la credencial de la obra social, que poco importa, tenía plata para mi psicóloga y el supermercado, registro de conducir, cédula verde del auto, seguro, tarjeta de débito, cédula de identidad, libretita con ideas, descuentos varios. Era una billetera bastante grande, una carterita dentro de mi cartera. Se podría decir que llevo como una cartera mamushka y ésta, la que había perdido o me habían arrebatado, era la segunda.
Tras breve consulta al doctor que me prestó un peso para volver, caminé apurada por mi vereda con la esperanza de que haya sido uno más de mis descuidos y de encontrar mi billetera panchita en la mesa de mi casa. Tiendo a dejar el celular en los bares, a olvidarme libros en salas de espera, a volverme a casa en taxi dejando el auto en la productora. A veces soy un despiste. Estaba ya a cinco edificios de mi entrada cuando me chistan y escucho: “María, ¿vos no perdiste algo?”. Que supiese mi nombre ya lo decía todo.
Se ve que al salir apurada para el médico, cuando saqué mi i-pod o las monedas para el colectivo, tiré mi segunda cartera al piso y ni me percaté. Parece que a la señora de este ángel-encargado justo se le dio por volver a su casa unos segundos más tarde y ser la primera en toparse con mi sobre de corazoncitos abandonado repleto de tarjetas de plástico cuya ausencia me hubiese hecho perder días enteros en largas y tediosas filas de amargura. Esta vez, una caja de alfajores Havanna suplantó al vil metal.
Recién hoy, un mes más tarde, me doy cuenta de que me siento acompañada por estos señores parados en las puertas vecinas que me vigilan los descuidos, me protegen de desconocidos y me reservan el lugar para estacionar. Es como si se hubiesen puesto de acuerdo para cuidarme. No, no creo que hayan leído mi blog, soy ingenua pero no tanto. Supongo que tendrá que ver con esos hilos mágicos y transparentes que tejen todas las cosas en el universo.
3 comentarios:
Los porteros han sido, y son, parte importante de mis dìas. Cuando sos una mujer sòla esos hombres que todo lo saben y todo lo pueden son còmplices de nuestras màs ìntimas incapacidades y nos ayudan a sentirnos menos sòlas y desamparadas. Siempre alimentè la buena onda con mis porteros. Y no tuve pocos beneficios por hacerlo.
A veces uno siente que hay un complot en el mundo en contra suyo. Pero otras veces sucede precisamente todo lo contrario. Vas por buen camino. Los porteros son solo el comienzo. Me divertí mucho con este relato... Besos. Nuri
Yo siempre tuve encargadas...
Es lindo también, son otro tipo de ciudados. Si te llevas bien hacen algunos regalos más "femeninos": plantitas, tortas de cumple...
Aunque, por supuesto, nunca un cambio de cuerito!!
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