domingo, 24 de enero de 2021

Sangre en el ojo

No hablábamos más que de la mudanza y de sus detalles, nos disciplinábamos en lo concreto, en movernos de inmediato hacia el futuro.

Un ojo no es un corazón. No es ni medio corazón. Es mucho menos, añado yo, por eso tenemos dos.

Tengo el pasado amontonado en los ojos, le dije.

Ni siquiera podía asegurar que sería fácil volver a escribir de la misma manera cuando volviera a ver, si eso llegaba a ocurrir. Esa novela está muerta, sentencié, y Raquel negoció un quizás, quizás esa novela pero vendrán otras porque no se escribe, dijo, únicamente con los ojos y las manos, entonces, por ahora, añadió, como quien da una orden perentoria, ahora mismo, en cuanto colguemos, ponte a escribir en tu cabeza.

Hijos no, me decía yo muy a mí misma, lo que quiero son ojos, ojos recién nacidos, nada más que eso.

Lucina se esfumó, su ser queda suspendido en algún lugar del pabellón. Lo que queda ahora de ella es pura biología: un corazón que late y late, un pulmón que se infla, un cerebro narcotizado incapaz de soñar mientras el pelo continúa creciendo, lentamente, bajo la gorra.

Porque los ojos son el órgano que primero se descompone.

Los ojos nunca renuncian, decía yo, siempre buscan otros ojos, decía.

No había bancos de ojos porque nadie donaba ojos muertos. Se creía, dijo Lekz, que la memoria residía en ellos, que los ojos eran una prolongación del cerebro asomándose por la cara para pellizcar la realidad.


(Fragmento de "Sangre en el ojo", de Lina Meruane)

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