sábado, 13 de mayo de 2017

Black out

No separaba la sed de las ganas de aturdirse. En todo caso, mi padre bebía para liquidarse, como yo. Primero para darse ánimo pero, enseguida, para perder la conciencia, calmando así cualquier angustia, mucho y rápido con su boca insaciable. Hasta el sopor y el sueño o el coma intermitente antes del horror de despertarse en la feroz lucidez del día. Bebo en exceso porque bebo con la boca de mi padre.

No llamaba para pedir ayuda sino para que todos fallaran en dármela.

En el hogar todo evoca -alimento, sueño- la reparación para el día siguiente; la presencia de los hijos indica la cadena viviente de la que, a la larga, uno saldrá expulsado. En el bar, en cambio, es posible el olvido de la finitud.

Yo, como todos, comencé a beber para encontrar placer y terminé bebiendo, como algunos, para no sufrir.

Cuando íbamos de vacaciones, llevábamos, como si se tratara de un escudo de armas, la tabla del inodoro. Si era imposible infiltrarla en un baño que no fuera el del cuarto del hotel, mi madre entraba conmigo, sacaba la botellita de alcohol y frotaba la tabla durante un tiempo que siempre parecía excesivo. En ocaciones también le prendía fuego. Usaba una dosis adecuada que no dejaba huellas. Era una verdadera experta. Esta es otra de mis ficciones del alcohol y con un sentido psicológico: si colocar alcohol entre el mundo y uno significaba protección y seguridad, yo tomé el mensaje al pie de la letra.

"Todo gran escritor propone o postula una forma de leer. Su propia escritura es esa forma de leer."

Cómo me gustaría, en lugar de esta angustia, tener un síntoma físico que me saque del mundo al hospital; entonces no sufriría así. Cuando duele la muela nadie está enamorado. Y el dolor de muelas desaparece si a uno le cortan la pierna. Sabiduría de los chistes populares.


(Fragmentos de "Black out", de María Moreno)

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