Una de las pocas cosas que rescato de la última película de Jim Jarmusch, “Paterson”, es la manera en que relata ese sexto sentido que se desarrolla
cuando uno escribe. El protagonista, un poeta inédito, encuentra “sincronicidades”
por todas partes. (Una sincronicidad es la simultaneidad de dos sucesos
vinculados por el sentido pero de manera no causal.) Aparte de este recurso, “Paterson” no me interesó demasiado, aunque tengo que reconocer que tampoco
la pude pensar bien porque apenas salí de la sala me enteré de la muerte de Ricardo Piglia.
Ayer mismo, por la mañana, había terminado de leer la segunda parte de “Los diarios de Emilio Renzi: Los años felices”. Antes de cerrar el libro, transcribí varias frases en un cuaderno: “porque uno es algo, llega a ser algo más o menos definido después de muerto”, “hay que narrar la historia de una idea y no de una pasión”, “habría que reflexionar sobre el uso de los paréntesis en una narración”, “la cortesía es una forma de masoquismo”, “ojo con dar tantas vueltas con las historias de fracasos, uno también queda inmerso en el mundo que narra”. Cerrar un libro es una despedida, y yo transcribí estas frases como souvenirs de un viaje que terminó.
Ayer mismo, por la mañana, había terminado de leer la segunda parte de “Los diarios de Emilio Renzi: Los años felices”. Antes de cerrar el libro, transcribí varias frases en un cuaderno: “porque uno es algo, llega a ser algo más o menos definido después de muerto”, “hay que narrar la historia de una idea y no de una pasión”, “habría que reflexionar sobre el uso de los paréntesis en una narración”, “la cortesía es una forma de masoquismo”, “ojo con dar tantas vueltas con las historias de fracasos, uno también queda inmerso en el mundo que narra”. Cerrar un libro es una despedida, y yo transcribí estas frases como souvenirs de un viaje que terminó.
En sus diarios, aparte de reflexionar sobre la forma de narrar,
Piglia cuenta qué comió, por dónde caminó, cuánta plata tenía para vivir, lo
mucho que le costaba escribir, las contradicciones generadas por los amigos y
la soledad. Describe a las mujeres que lo rodeaban y que él rehuía prefiriendo
siempre a la literatura. Relata cuántas horas y cómo durmió, qué soñó, con
quién se aburrió, con quién se acostó, los malestares físicos y las perezas
intelectuales.
Leer esos diarios fue como hablar con un escritor amigo, una larga
conversación de casi una semana, intensa y privada. Fui sorprendida una y otra
vez por su inmensa lucidez y claridad. Fui su alumna particular, Piglia me dio
uno más de sus cursos intensivos, con los apuntes incluidos. Sus conceptos,
reflexiones y citas quedaban resonando fuerte cada noche, como ese latido que
perdura en la cabeza después de haber sido muy feliz en una fiesta.
Estos últimos días, los primeros del año, yo no venía esbozando
más que notas sueltas. Pero ayer, su muerte me devolvió la necesidad de sentarme
a escribir. Como si le debiera eso, sentarme, palabras, frases, pensar, algo. Como
si tuviese que devolverle de algún modo eso que él me dio en cada uno de sus
libros. La maldita sincronicidad de su muerte el mismo día en que terminé de
leer sus cuadernos merecía, por lo menos, la escritura.
Igual que Paterson, el
poeta de la película de Jarmusch, que
veía mellizos por todos lados, yo desde ayer me encuentro a Piglia a donde quiera
que vaya. A veces me empuja y me susurra “dale,
escribir es tratar de escribir, la clave es no cerrar el sentido, dale,
sentate, se escribe con el cuerpo y con el culo, dale, sentate, si ya te conté
todo, lo que me costó, lo que resigné, la familia, el amor, mis inseguridades,
miedos, miserias, rechazos, te conté todo. ¿Qué vas a hacer ahora con todo eso
que te conté?”
2 comentarios:
"Gracias María"
"Gracias Anónimo"
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