Siempre pensé que María Alvarez es un nombre genérico,
como decir Juan Pérez. María Alvarez hay muchísimas. En este mismo diario, hace
tiempo ya, leí algo que escribió Rafael
Spregelburd que me quedó marcado a fuego: “El nombre José López está mal. Es una abstracción
innecesaria, como llamarse Nadie, igual que Odiseo engañando a Polifemo, una
metáfora parca y moribunda y sin tensión alguna entre sus términos”.
Con María Álvarez y con Lucía Pérez pasa un poco lo
mismo. Pero más que decir Nadie creo
que esos nombres dicen Todos.
No me alcanzan las palabras ni el tiempo para escribir todas las
veces que pude ser Lucía Pérez. Se me viene a la cabeza una noche en Mar del
Plata, la elijo entre muchas otras porque en esa ciudad vivía Lucía, ahí la
mataron. Mi abuela me prestó su departamento de verano para que fuese con una
amiga, Camila. Tendríamos diecisiete años y ese viaje nos hacía libres de hacer
lo que tuviésemos ganas. Salir de la ciudad, alejarnos de las familias, de
nuestras casas, ver el mar. Todo era aventura. Salir al mundo y ser nosotras
mismas.
Una noche en un bar conocimos a dos hombres, tendrían unos veinticinco
años, quizás más. Todavía los recuerdo o quizás son las fotografías que nos
sacamos juntos más tarde esa noche, que los traen de vuelta aquí y ahora, como
si los estuviese viendo. Uno de ellos tenía el pelo largo y lacio, castaño
claro; el otro era morocho, muy alto. En el bar empezamos a hablar y tomamos
unas cervezas. Después nosotras los invitamos al departamento de mi abuela, que
estaba cerca. Queríamos jugar al truco.
Las fotos ayudan porque hay registro de las risas y de una
complicidad mágica. Son la prueba de que esa noche fue así: cuatro personas juntas
para compartir un momento, un juego, la vista del mar. Nos quedamos despiertos hasta
que salió el sol, para estirar las horas, para vivir más. Ellos se fueron al
mediodía y nosotras tardamos mucho en poder dormirnos, estábamos pasadas de lo que
nos habíamos reído. No nos dimos ni un beso con ellos, y si nos hubiésemos
besado este relato no tendría por qué ser diferente.
A esos dos hombres nunca más los vimos. Eran de Mar del Plata y
nosotras volvimos a Buenos Aires al día siguiente. No intercambiamos números de
teléfono, Facebook no existía y el mail no sé si se usaba. Pasaron veinte años
y aún hoy, con Camila, recordamos esa noche. Nos quedó grabada para siempre
porque fuimos felices.
Intuyo que algún lector estará pensando qué locura, dos chicas
solas les abrieron la puerta a dos hombres desconocidos, qué peligro, les
podrían haber hecho cualquier cosa. Y si hubiese pasado algo malo dirían que lo
estábamos buscando porque éramos dos locas, dos provocadoras. Hablarían de
nuestras familias, se meterían con la clase social de mi abuela, de nuestros
novios, ex novios y de los pibes amigos, señalarían la ropa que usábamos; el
trabajo del padre de Camila, lo que nos gustaba tomar y las ganas que teníamos
de acostarnos con un tipo. Como mínimo hubiesen hablado de eso.
Son cosas simples, de todos los días: abrir una puerta, subirse a
un auto, sonreír mucho, contestar un mensaje o usar un short. Y sin embargo hay
personas que creen que abrir una puerta es invitar a que te toquen, te violen y
te maten. Para mucha gente, Camila y yo esa noche buscábamos algo parecido a lo
que sufrió Lucía Pérez. Queríamos sufrir tanto, pero tanto, que fuera imposible
seguir respirando. Esa noche abrimos la puerta para que nos descuarticen y nos
tiren en una bolsa de basura.
La pollera hasta la rodilla, cuidado con mirar fijo a los ojos y
con abrirle la puerta hasta al afilador, a los vendedores de biblias, no le
abras la puerta a nadie porque si abrís la puerta te lo estás buscando. ¿Qué estoy buscando? ¿Querés saber qué estoy
buscando? Preguntá sin problemas que te cuento lo que buscamos las Pérez, las
Álvarez, las González, y también las Kipershmit, las Rawsons, las Carbonattos. No
importa la complejidad del apellido todas buscamos lo mismo.
Cada vez que abrimos la puerta buscamos reír, conversar, trabajar, comer, buscamos sexo o enamorarnos, queremos comprar, necesitamos vender, estudiar, tenemos ganas de jugar, de ayudar, queremos reparar, abrazar, mejorar, a veces pelear, llorar, tomar un café. Abrimos la puerta para salir al mundo y dejarlo entrar. Abrir la puerta es nuestra manera de estar en la tierra. El que piensa que las mujeres abrimos puertas porque buscamos que nos maten a palos se equivoca mucho. Nosotras abrimos puertas buscando vivir.
Cada vez que abrimos la puerta buscamos reír, conversar, trabajar, comer, buscamos sexo o enamorarnos, queremos comprar, necesitamos vender, estudiar, tenemos ganas de jugar, de ayudar, queremos reparar, abrazar, mejorar, a veces pelear, llorar, tomar un café. Abrimos la puerta para salir al mundo y dejarlo entrar. Abrir la puerta es nuestra manera de estar en la tierra. El que piensa que las mujeres abrimos puertas porque buscamos que nos maten a palos se equivoca mucho. Nosotras abrimos puertas buscando vivir.
(Columna publicada ACA)
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