Parece una foto de otra época, de la época de mi padre, por ejemplo.
Pero no, es una foto que saqué la semana pasada, mediados de julio de 2016. Esa mañana, temprano, yo había estado
hablando por teléfono con mi hermana, tratando de encontrar el momento para juntarnos.
Nos estaban pasando cosas importantes a las dos, pero la “vida moderna” no deja
demasiados huecos y quedamos en hablar de nuevo más tarde, cuando el día
hubiese decantado un poco. La verdad es que yo tenía muchas ganas de verla.
El de la foto es el bar de mi padre. El no es el dueño pero para
mí es un poco suyo porque durante muchos años lo usó de oficina y ocupó sus
mesas con reuniones, lecturas y tiempos muertos. Es suyo como es de cada uno de
los hombres que se ven en la imagen, dándole la espalda a la televisión, a
contramano del mundo; una especie de platea que en vez de mirar una pantalla
prefiere mirar la vida.
Para mí ese bar siempre fue muy aburrido. La luz de tubo, los colores
neutros y la penumbra no invitaban al juego. Mi hermana y yo nos sentábamos a
un costado, algo alejadas. Mi padre y sus compañeros, todos hombres, discutían y
exhalaban un aliento a café que atravesaba distancias impensadas y llegaba hasta
nosotras para mantenernos sedadas. Ellos hablaban compenetrados durante horas,
sin recordarnos, y la luz del día se iba junto con nuestras ilusiones de ir a la
plaza o al teatro.
Ese bar es una locación de mi pasado, un decorado familiar a donde
nunca más volví por voluntad propia hasta ese día que me desperté con ganas de
ver a mi hermana para hablar de nuestras cosas, el día que saqué esta fotografía.
Tenía que reunirme con una editora de cine por un documental que estoy
haciendo. Ella vive por esa zona y fue el primer lugar que se me ocurrió, me
salió de ahí, de eso que algunos llaman “alma”: “a las once en Varela Varelita”.
No es un bar particularmente cerca de mi casa. Igual fui
caminando, caminar me ayuda a esclarecer las ideas. Tenía que pensar en cómo
encarar la reunión. Pero en vez de concentrarme en mi presente, en el
documental, me fui al pasado. Estaba caminando directo al pasado, ¿por qué
elegí ese bar habiendo tantos por Palermo? ¿Por qué volver justo ahora con esta
reunión que era importante?
Algo me movilizó en esa caminata hacia la que había sido la
“oficina” de mi padre, como si estuviese siguiendo los pasos de una herencia
desconocida, una tradición, juntando las miguitas que mi padre había dejado
para guiarme. Con cada paso un recuerdo, hacia delante con los pies, hacia
atrás con la cabeza. Ahora me parece que esa caminata duró una vida.
Estaba todavía a media cuadra del “Varela Varelita” cuando la vi.
No era la editora de cine, era mi hermana y ataba su bicicleta al semáforo. “¿Lucía?”,
la duda era que fuese real, no que fuese ella. “¿Qué hacés acá?”, me preguntó
con los ojos tan abiertos como los míos. “La reunión que tenía a las once, ¿te
acordás? Bueno, es acá.” Las dos miramos hacia el bar, parecía que nos habíamos
encontrado de casualidad llevándole flores al pasado. “Yo paré a trabajar,
tengo que mandar unos mails”.
Entramos al bar y nos pusimos a hablar, interrumpiendo la paz de
los lectores solitarios. Éramos las únicas mujeres, la única mesa ocupada por
dos personas. Cuando llegó la editora, nos encontró agarradas de las manos y
llorando. Yo le había mandado un mensaje unos minutos antes diciendo que estaba
en una mesa con mi hermana porque nos habíamos encontrado de casualidad. Si no,
jamás hubiese sabido que yo era quien la citó por trabajo.
La editora y yo nos movimos a otra mesa. Le expliqué muy por encima el momento especial que vivíamos con mi hermana, era una locura encarar una reunión con una desconocida con lágrimas en los ojos. Lo que no le pude explicar fue todo lo otro: que yo estuve en esas mesas cuando tenía siete, ocho, diez años; que mi padre estaba todavía sentado ahí, como un fantasma; todo lo que significaba ese bar y, mucho menos le pude explicar, cómo es que el destino te juega estas pasadas.
La editora y yo nos movimos a otra mesa. Le expliqué muy por encima el momento especial que vivíamos con mi hermana, era una locura encarar una reunión con una desconocida con lágrimas en los ojos. Lo que no le pude explicar fue todo lo otro: que yo estuve en esas mesas cuando tenía siete, ocho, diez años; que mi padre estaba todavía sentado ahí, como un fantasma; todo lo que significaba ese bar y, mucho menos le pude explicar, cómo es que el destino te juega estas pasadas.
(Columna publicada ACA)
3 comentarios:
"Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas."
A mí me gusta llamarlo "serendipia". De última, no importa cómo se llamen, lo que importa es que sucede.
El Varela Varelita es también una locación de mi vida; alguna vez estudié teatro a al vuelta, en el taller de Julio Ordano, y siempre ando cerca. Hace poco, O. y yo fuimos a tomar un café ahí, de nuevo, como hace 20 años. En estos tiempos donde se arrasa el pasado como si diera vergüenza, da gusto saber que todavía queda algún escenario intacto donde poder rencontrarnos con eso que fuimos, con esto que somos.
Precioso tu relato, María.
Saludos.
Hola Betina,
Gracias por tus palabras.
Supongo que es cierta magia que tiene la vida...
Saludos y más gracias, me alegró que te guste!
Me encantó
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