sábado, 15 de agosto de 2015

Esther sobre el paso del tiempo y lo cotidiano:

El aire acondicionado me hacía tiritar.
Todavía llevaba la blusa blanca y la falda campesina de Betsy. Estaban un poco ajadas ahora, puesto que no las había lavado en las tres semanas que llevaba en casa. El algodón sudado despedía un olor acre, pero amistoso.
Tampoco me había lavado el pelo en tres semanas.
No había dormido en siete noches.
Mi madre me dijo que debía de haber dormido pues era imposible no dormir en todo ese tiempo, pero si dormí fue con los ojos muy abiertos, ya que había seguido el verde, luminoso curso del segundero, del minutero y de las manecillas que marcan las horas en el reloj de la mesilla de noche a través de sus círculos y semicírculos, cada noche durante siete noches, sin perder un segundo, ni un minuto, ni una hora.
La razón por la que no había lavado mi ropa ni mi pelo era que me parecía de lo más tonto hacerlo.
Veía los días del año extendiéndose ante mí como una serie de brillantes cajas blancas, y separando una caja de otra estaba el sueño, como una sombra negra. Sólo que para mí la larga perspectiva de sombras que separaban una caja de la siguiente habían desaparecido repentinamente, y podía ver día tras día resplandeciendo ante mí como una blanca, ancha, infinitamente desolada avenida.
Parecía tonto lavar un día cuando tendría que volver a lavar al día siguiente.
El solo pensar en eso me hacía sentir cansada.
Quería hacer todo de una vez por todas y terminar.

(Fragmento de "La campana de cristal", de Sylvia Plath)

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