viernes, 29 de mayo de 2015

La balada del café triste

Pero no eran sólo el calor, los adornos y la iluminación los que hacían al café tan precioso para el pueblo; había una razón más honda. Y aquella razón estaba relacionada con cierto orgullo que hasta entonces no se había conocido por aquí. Para comprender este nuevo orgullo hay que tener en cuenta el poco valor de la vida humana. Siempre había un montón de gente esperando junto a un molino, pero en las casas no tenían casi nunca carne suficiente, ni vestidos, ni tocino. La vida llegaba a convertirse en una larga y turbia rebatiña, sólo para conseguir lo necesario para mantenerse vivos. Lo más desconcertante es que todas las cosas útiles tienen un precio y se compran sólo con dinero, y que así es como está organizado el mundo. Sin tener que pararse a pensar, ya sabe uno cuál es el precio de una bola de algodón o de un cuartillo de melaza. Pero a la vida de un hombre no se le ha puesto precio: nos la dan de balde y nos la quitan sin pagárnosla. ¿Qué valor puede tener? Si se pone uno a considerar, hay momentos en que parece que la vida tiene muy poco valor, o que no tiene ninguno. Cuántas veces, después de haber estado uno sudando, y esforzándose, y las cosas no se le arreglan, se le mete a uno en el fondo del alma el sentimiento de que no vale gran cosa.
Pero el nuevo orgullo que trajo el café a este pueblo se dejó sentir en casi todos los vecinos, hasta en los niños. Porque para ir al café no era necesario pagar la cena, o un vaso de whisky; había refrescos embotellados por un níquel; y si no podía uno gastarse ni eso, miss Amelia tenía una bebida llamada zumo de cereza que valía un penique el vaso y era de color rosa y muy dulce. Casi todo el mundo, excepto el reverendo T. M. Willin, iba al café por lo menos una vez a la semana. A los niños les encanta dormir en casas ajenas y comer con los vecinos; en esas ocasiones se portan como es debido y se ponen orgullosos. Así de orgullosos se sentían los vecinos el pueblo cuando se sentaban a las mesas del café. Se lavaban antes de ir donde miss Amelia y al entrar en el café se restregaban los pies muy finamente en el salón. Y allí, por lo menos durante unas horas, podía uno olvidar aquel sentimiento hondo y amargo de no valer para gran cosa en este mundo.

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