domingo, 1 de diciembre de 2013

Josefina Licitra sobre la década honesta:

Es la noche del domingo. Finalmente puedo escribir algo. A lo largo de esta última semana logré tomar unas notas pero no encontré el momento de sentarme a responder una única pregunta: ¿Qué nos pasa a las mujeres a los treinta años? Fue difícil encontrar una respuesta simple, pero sobre todo fue difícil empezar. Entrar en la “década del treinta” implica, entre tantas cosas, vivir siempre con la sensación –o más bien la certeza- de que nos falta tiempo. Hago una lista. En estos siete días que pasaron hice –tal vez todas hagamos hecho- más cosas de las que entran en una sola paciencia. Uno: terminé un texto muy largo para un medio que no sólo pone en juego mi bolsillo sino también ese capital intangible que uno empieza a defender estas edades y que es el prestigio. Dos: jugué dos partidos de tenis con solo cinco horas de sueño, y a sabiendas de que ese cansancio físico podría salvarme del único lastre que me atormenta: el cansancio mental. Tres: di clases, respondí correos, lloré una vez y pensé dos veces que quiero cambiar de vida y volver a tener una huerta. Cuatro: busqué en la web un lugar sin Internet para unas vacaciones y no pensé en el dinero –esto es nuevo- sino en la necesidad de tomar un descanso. Cinco: llevé a mi hijo al dentista y me hice un control médico fuera de agenda: dos amigas fueron diagnosticadas con cáncer de mama y la noticia, además de ponerme triste, me asusta. Seis: organizamos y sobrevivimos –mi pareja y yo- a una piyamada de cinco varones de ocho años, mi hijo entre ellos.
Siete: estoy acá, en la cama, a la medianoche, tratando de escribir algo y entendiendo de inmediato –como si un rayo hubiera tocado una parte muerta y la hubiera encendido- que si no pude escribir sobre los treinta años fue porque estuve sobreviviendo a lo que significa tener treinta o más años, esto es: estuve sembrando como una lunática. Estuve cumpliendo con ese mandato que dice –tal vez con razón- que es ahora o nunca. Que es ahora cuando se construye el futuro económico, que es ahora cuando se tiene y se cría a los hijos, y que es ahora cuando hay que ocuparse del cuerpo porque el cuerpo, de lo contrario, puede rebelarse con una maldad incógnita y terrible.
La década del treinta es inolvidable –por alguna razón, jamás me sentí tan poderosa como ahora- pero es también dura. Si a los veinte somos médiums –y encarnamos el mandato familiar que pide básicamente dos cosas: que estudiemos y que no nos emborrachemos tanto- a los treinta empezamos a enfrentarnos a las demandas propias y –esto es lo duro- a la obligación de dejar de ser una “promesa” para empezar a transformarnos en aquello que alguna vez quisimos ser.
A los treinta comenzamos a mostrar nuestras cartas. En mi caso, inauguré la década hace ya ocho años -pues tengo treinta y ocho- con la llegada al mundo de mi hijo, con la escritura de mi primer libro y con una mirada quizás menos romántica sobre el poder de cambio social y personal de mi trabajo. Desde hace ya unos años que escribo, como decía Isak Dinesen, sin esperanza y sin desesperación; aunque con un amor sólido por las palabras.
“Sólido”, sí. A partir de los treinta la palabra “sólido” empieza a tener sentido. Queremos que las cosas no sólo sean bellas sino que también duren, y nos preguntamos –acaso por primera vez- por la estabilidad y la decadencia de todo aquello que vive. La muerte es algo lejano pero igual nos sentimos en riesgo, y si eso no sucede el mundo entero se ocupa de recordarnos que ya no somos tan jóvenes. Alguien nos dice, en la década del treinta, por primera vez “señora”. Y la medicina prepaga nos saca de su “plan joven” y nos aumenta la cuota porque intuye que daremos un uso abundante a sus instalaciones: vamos a parir, vamos a enfermarnos, vamos a quemarnos la primera várice y vamos a tomar turnos de un modo casi deportivo y sin saber exactamente qué de todo –piel, grasa, huesos, corazón- debería preocuparnos en serio.
A los treinta es probable que estemos seguras en los terrenos del trabajo y el amor –en, digamos, la parte Cosmo de la vida- pero es también de esperar que nos hundamos en el flan de dudas que significa estar –y sentirnos- vivas. Para reducir la angustia de la duda el mercado editorial ha sacado una infinidad de opciones que hablan de los treinta años (sólo en Amazon y en español, hay unos cincuenta con títulos como Lo quiero todo y lo quiero ya: Los treinta, los años que nos cambian la vida) y el mercado gastronómico sacó, gracias al cielo, los helados: esa purificación de azúcares en la que entramos en momentos como éste, cuando ya todos duermen y estamos en paz y logramos decir –por primera vez en varios días- “Es la noche del domingo. Finalmente puedo escribir algo”.

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