De lejos, los vio
esperando, pacientes, y se acercó al mostrador a preguntar por la guardia. Hora
y media, dos, si no era una emergencia, le informó una chica y le extendió una
planilla. Boris decidió anotarse, buscaba una excusa para no volver al
departamento, a la cama sin hacer, al día caluroso por delante, ansioso y vacío.
No tenía trabajo y le dolía la rodilla hace meses. Si la rodilla no estuviese
tan lejos de la cabeza podría haber sido psicológico, pero no, era un dolor en
la articulación, no había sido ni siquiera un mal movimiento, todo lo contrario.
Estaba gordo y solo, y apenas salía a comprar pan y fiambre para almorzar.
“La heladera también”
les dijo Leila a los dos pibes que le hicieron la mudanza. Y a él se le cayó la
estantería, no por la heladera, si no por el también. Bajo sus cordiales órdenes de señorita avejentada aparecieron
espacios vacíos, mugre acumulada por años bajo las cosas que, como él, no habían
hecho ni buenos ni malos movimientos. Quedaron las marcas de la cómoda, del escritorio,
de la lámpara de pie, sombras de ese proyecto que había sido su pareja con
Leila. Marañas de pelos, migas, semillas. Encontraron cubiertos perdidos abajo
de la alacena que los pibes lograron sacar después de dejar cuatro lunares
grandes en los azulejos blancos. “Esa alacena también”.
Los pacientes estaban
sentados en dos hileras de sillas contra las paredes, en el centro quedaba una especie
de pasarela. Boris eligió darle la espalda a la ventana. Le dio cierta
satisfacción sentarse entre la gente, como si lo abrazasen. Necesitaba estar
con otros, pertenecer en silencio. De su lado, asiento de por medio, había un anciano
que sostenía un pañuelo ensangrentado en una de sus orejas. Junto a él, una mujer
indígena, triste y embarazada, trataba de controlar a un niño que se le
escapaba para adueñarse del espacio público, tejiendo hilos invisibles entre
las dos filas. Pasó una camilla que casi le pisa una mano. Los enfermeros
miraron mal y buscaron un responsable. La madre asintió con la cabeza pero no
se levantó, como si cargara con el peso del mundo. Más allá, hacia el final, un
hombre dormía con la boca abierta. Parecía el padre del chico con barbijo que,
sentado muy erguido, jugaba tranquilo con un teléfono celular.
En la fila de asientos
de enfrente, una chica de pelo rubio abrazaba varios sobres grandes de
radiografías. A su lado, una señora en silla de ruedas. No hablaban, si no
hubiese sido porque la chica de vez en cuando le limpiaba la baba nadie hubiese
dicho que estaban juntas. Dos sillas más lejos, cerca de los consultorios, un
adolescente con auriculares hojeaba una revista y cada tanto mandaba mensajes
de texto que sonaban plin y llamaban
la atención de un obrero en ojotas que no se cambiaba de lugar porque tenía una
valija y varias bolsas de plástico ya ubicadas. Comía una manzana. Al lado, en
la última silla vacía, como un auto en venta, una botella de gaseosa anaranjada
sin etiqueta.
A través de la ventana,
salió y se ocultó el sol varias veces, parecía que la luz del día respiraba. Cuando
el lugar quedó definitivamente en sombra, Boris divisó en la entrada una
especie de fantasma que se acercaba pateando su pollera con elegancia. Al
cruzar la monja se detuvo todo, el adolescente bajó el teléfono y hasta el niño
se quedó quieto. La mujer caminó despacio por el centro del pasillo y para
Boris fue como si se corriese un telón, el barrido del hábito grueso dejó a los
otros cuerpos casi desnudos, apenas protegidos por finas telas de algodón. Cuerpos
desnudos y lastimados. El único que se movió fue el obrero, encimó los pies que
parecían obscenos. Boris sintió de repente como un fuego artificial que implotaba
hacia el centro de su cuerpo, la suma de muchos dolores concentrándose en el
mismo lugar: la muerte de sus padres, la falta de mujer e hijos, la primera vez
que le dijeron no te quiero, las
cosas que pensó que iba a hacer y no hizo, la mala alimentación, el cansancio,
la panza peluda y blanda que no lo dejaba respirar y a la que enjabonaba una
vez por semana. La suma de sus heridas y un dolor universal, el esfuerzo de las
madres, el tiempo que arrasaba músculos y neuronas, la falta de zapatos, las
manos ajadas de trabajar, las horas de guardia, la niñez secuestrada por la
enfermedad, la injusticia, el sistema, el asco que paradójicamente da la sangre.
Plin, volvió el dolor en la rodilla y fue un alivio. El
anciano con la oreja herida lo miraba como a la espera de una respuesta, al ver
que Boris no reaccionaba repitió:
-Ha pasado un ángel.
El viejo apartó el
pañuelo ensangrentado de la oreja en carne viva, un tajo le partía el lóbulo por
la mitad.
-¿Cree en Dios? –. Le
preguntó.
-No -. Contestó Boris
por cortesía.
-¿Ah, no? Lástima que
se lo pierda. Como la gente que no va al cine, también se lo pierde. O la gente
que no cocina, que también se lo pierde. ¿Usted va al cine?
-Muy poco -.
-Lástima. No hay que
perderse esas cosas. Las otras pérdidas son demasiadas. Por eso mejor no
perderse el cine, la cocina, a Dios. ¿Qué tiene?
¿Qué tenía?
-¿Por qué está acá? -Aclaró
el viejo.
-Un dolor en la rodilla,
nada grave, estaba por la zona y lo vengo postergando hace tiempo.
-Hizo bien, no hay que
dejar para último momento la salud. Lo que le decía, lo que depende de nosotros
no hay que perderlo de vista. Lo otro, el ataque al corazón, el puñal, el tajo
en la oreja, eso viene solo.
-¿El tajo en la oreja?
–Preguntó Boris.
-Me cortó el peluquero.
Insistió en acompañarme pero preferí venir solo, de raje. No lo toman como una
emergencia porque el lóbulo no involucra el oído ¿sabe? Hay señoras que vienen
por lo mismo todos los días, por los aros.
Boris asintió y miró la
herida. La carne era delgada, un colgajo.
-Parece bastante
profundo.
-No, esas tijeras de
peluquería no tienen mucho filo. Ya me había pasado antes.
El hombre retorció el
cuerpo para mostrarle a Boris una cicatriz en la otra oreja, con el orgullo
apagado de quien exhibe una herida de guerra.
-¡Juárez! –Gritó una
mujer al fondo del pasillo. El hombre se paró con dificultad.
-Ese soy yo. – Aclaró y
estiró un mechón de pelo del lado de la oreja ya cicatrizada. –Hoy me dejó a la
mitad, ¿ve? Pero nadie me corta el pelo como él. –Y se fue rengueando por la
pasarela.
Boris miró a los demás,
plin, y movió la rodilla para ver en
qué andaba el dolor pero no lo encontró, había desaparecido como esos
artefactos que funcionan justo cuando viene el técnico a repararlos. Volvió a
salir el sol y brilló al fondo la botella anaranjada. El padre se había
despertado y ahora el chico le enseñaba el juego del teléfono. La madre había
logrado que su hijo se siente a su lado y el niño, con su pequeña mano oscura y
sucia, le acariciaba la pierna como si fuese un gato. La anciana de la silla de
ruedas y la chica cruzaron unas palabras al oído. La chica sonrió pero Boris no
llegó a verla. Caminó hasta su casa y le dieron ganas de seguir caminando. A
unas diez o quince cuadras había un cine. No tenía ni idea de qué estaban
dando.
4 comentarios:
Esto lo escribiste vos? Me gustó mucho. Me imaginé la escena con una luz cenital iluminando ya aquí, ya allá. Uno a veces no se percata de los mundos de los otros.
Besos van
Hola Nausica,
Sí, este lo escribí yo.
Me alegro mucho de que te haya gustado, muchas gracias por tu comentario!
Besos
Me gustan mucho las descripciones, sobre todo "La heladera también", la sucesión de escenas son como pequeñas cachetadas que te hacen mirar de un lado a otro sin parar. Estaría bueno hacer un corto con ésto.
Gracias Gendai, de verdad me pone muy contenta tu comentario. Puede ser lo del corto!
Saludos
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