lunes, 3 de junio de 2013

La otra oreja

De lejos, los vio esperando, pacientes, y se acercó al mostrador a preguntar por la guardia. Hora y media, dos, si no era una emergencia, le informó una chica y le extendió una planilla. Boris decidió anotarse, buscaba una excusa para no volver al departamento, a la cama sin hacer, al día caluroso por delante, ansioso y vacío. No tenía trabajo y le dolía la rodilla hace meses. Si la rodilla no estuviese tan lejos de la cabeza podría haber sido psicológico, pero no, era un dolor en la articulación, no había sido ni siquiera un mal movimiento, todo lo contrario. Estaba gordo y solo, y apenas salía a comprar pan y fiambre para almorzar.

“La heladera también” les dijo Leila a los dos pibes que le hicieron la mudanza. Y a él se le cayó la estantería, no por la heladera, si no por el también. Bajo sus cordiales órdenes de señorita avejentada aparecieron espacios vacíos, mugre acumulada por años bajo las cosas que, como él, no habían hecho ni buenos ni malos movimientos. Quedaron las marcas de la cómoda, del escritorio, de la lámpara de pie, sombras de ese proyecto que había sido su pareja con Leila. Marañas de pelos, migas, semillas. Encontraron cubiertos perdidos abajo de la alacena que los pibes lograron sacar después de dejar cuatro lunares grandes en los azulejos blancos. “Esa alacena también”.

Los pacientes estaban sentados en dos hileras de sillas contra las paredes, en el centro quedaba una especie de pasarela. Boris eligió darle la espalda a la ventana. Le dio cierta satisfacción sentarse entre la gente, como si lo abrazasen. Necesitaba estar con otros, pertenecer en silencio. De su lado, asiento de por medio, había un anciano que sostenía un pañuelo ensangrentado en una de sus orejas. Junto a él, una mujer indígena, triste y embarazada, trataba de controlar a un niño que se le escapaba para adueñarse del espacio público, tejiendo hilos invisibles entre las dos filas. Pasó una camilla que casi le pisa una mano. Los enfermeros miraron mal y buscaron un responsable. La madre asintió con la cabeza pero no se levantó, como si cargara con el peso del mundo. Más allá, hacia el final, un hombre dormía con la boca abierta. Parecía el padre del chico con barbijo que, sentado muy erguido, jugaba tranquilo con un teléfono celular.

En la fila de asientos de enfrente, una chica de pelo rubio abrazaba varios sobres grandes de radiografías. A su lado, una señora en silla de ruedas. No hablaban, si no hubiese sido porque la chica de vez en cuando le limpiaba la baba nadie hubiese dicho que estaban juntas. Dos sillas más lejos, cerca de los consultorios, un adolescente con auriculares hojeaba una revista y cada tanto mandaba mensajes de texto que sonaban plin y llamaban la atención de un obrero en ojotas que no se cambiaba de lugar porque tenía una valija y varias bolsas de plástico ya ubicadas. Comía una manzana. Al lado, en la última silla vacía, como un auto en venta, una botella de gaseosa anaranjada sin etiqueta. 

A través de la ventana, salió y se ocultó el sol varias veces, parecía que la luz del día respiraba. Cuando el lugar quedó definitivamente en sombra, Boris divisó en la entrada una especie de fantasma que se acercaba pateando su pollera con elegancia. Al cruzar la monja se detuvo todo, el adolescente bajó el teléfono y hasta el niño se quedó quieto. La mujer caminó despacio por el centro del pasillo y para Boris fue como si se corriese un telón, el barrido del hábito grueso dejó a los otros cuerpos casi desnudos, apenas protegidos por finas telas de algodón. Cuerpos desnudos y lastimados. El único que se movió fue el obrero, encimó los pies que parecían obscenos. Boris sintió de repente como un fuego artificial que implotaba hacia el centro de su cuerpo, la suma de muchos dolores concentrándose en el mismo lugar: la muerte de sus padres, la falta de mujer e hijos, la primera vez que le dijeron no te quiero, las cosas que pensó que iba a hacer y no hizo, la mala alimentación, el cansancio, la panza peluda y blanda que no lo dejaba respirar y a la que enjabonaba una vez por semana. La suma de sus heridas y un dolor universal, el esfuerzo de las madres, el tiempo que arrasaba músculos y neuronas, la falta de zapatos, las manos ajadas de trabajar, las horas de guardia, la niñez secuestrada por la enfermedad, la injusticia, el sistema, el asco que paradójicamente da la sangre.

Plin, volvió el dolor en la rodilla y fue un alivio. El anciano con la oreja herida lo miraba como a la espera de una respuesta, al ver que Boris no reaccionaba repitió:

-Ha pasado un ángel.

El viejo apartó el pañuelo ensangrentado de la oreja en carne viva, un tajo le partía el lóbulo por la mitad.

-¿Cree en Dios? –. Le preguntó.

-No -. Contestó Boris por cortesía.

-¿Ah, no? Lástima que se lo pierda. Como la gente que no va al cine, también se lo pierde. O la gente que no cocina, que también se lo pierde. ¿Usted va al cine?

-Muy poco -.

-Lástima. No hay que perderse esas cosas. Las otras pérdidas son demasiadas. Por eso mejor no perderse el cine, la cocina, a Dios. ¿Qué tiene?

¿Qué tenía?

-¿Por qué está acá? -Aclaró el viejo.

-Un dolor en la rodilla, nada grave, estaba por la zona y lo vengo postergando hace tiempo.

-Hizo bien, no hay que dejar para último momento la salud. Lo que le decía, lo que depende de nosotros no hay que perderlo de vista. Lo otro, el ataque al corazón, el puñal, el tajo en la oreja, eso viene solo.

-¿El tajo en la oreja? –Preguntó Boris.

-Me cortó el peluquero. Insistió en acompañarme pero preferí venir solo, de raje. No lo toman como una emergencia porque el lóbulo no involucra el oído ¿sabe? Hay señoras que vienen por lo mismo todos los días, por los aros.

Boris asintió y miró la herida. La carne era delgada, un colgajo.

-Parece bastante profundo.

-No, esas tijeras de peluquería no tienen mucho filo. Ya me había pasado antes.

El hombre retorció el cuerpo para mostrarle a Boris una cicatriz en la otra oreja, con el orgullo apagado de quien exhibe una herida de guerra.

-¡Juárez! –Gritó una mujer al fondo del pasillo. El hombre se paró con dificultad.

-Ese soy yo. – Aclaró y estiró un mechón de pelo del lado de la oreja ya cicatrizada. –Hoy me dejó a la mitad, ¿ve? Pero nadie me corta el pelo como él. –Y se fue rengueando por la pasarela.

Boris miró a los demás, plin, y movió la rodilla para ver en qué andaba el dolor pero no lo encontró, había desaparecido como esos artefactos que funcionan justo cuando viene el técnico a repararlos. Volvió a salir el sol y brilló al fondo la botella anaranjada. El padre se había despertado y ahora el chico le enseñaba el juego del teléfono. La madre había logrado que su hijo se siente a su lado y el niño, con su pequeña mano oscura y sucia, le acariciaba la pierna como si fuese un gato. La anciana de la silla de ruedas y la chica cruzaron unas palabras al oído. La chica sonrió pero Boris no llegó a verla. Caminó hasta su casa y le dieron ganas de seguir caminando. A unas diez o quince cuadras había un cine. No tenía ni idea de qué estaban dando.

4 comentarios:

Laura B. dijo...

Esto lo escribiste vos? Me gustó mucho. Me imaginé la escena con una luz cenital iluminando ya aquí, ya allá. Uno a veces no se percata de los mundos de los otros.

Besos van

María dijo...

Hola Nausica,
Sí, este lo escribí yo.
Me alegro mucho de que te haya gustado, muchas gracias por tu comentario!
Besos

Gendai no samurai dijo...

Me gustan mucho las descripciones, sobre todo "La heladera también", la sucesión de escenas son como pequeñas cachetadas que te hacen mirar de un lado a otro sin parar. Estaría bueno hacer un corto con ésto.

María dijo...

Gracias Gendai, de verdad me pone muy contenta tu comentario. Puede ser lo del corto!
Saludos