sábado, 29 de junio de 2013

Manuel Cruz sobre la memoria del cuerpo:

Cuando dos personas tienen una relación durante muchos años, tienen relación sus cuerpos. Cuando uno conoce a alguien desde que era niño, es capaz de ver el niño que había, en sus rasgos lo reconoce. Uno ve el cuerpo que hay ahora, pero ve también el que hubo, porque no ha desaparecido por completo, sigue ahí. Cuando uno ha tenido una relación con una persona durante muchísimo tiempo, supongamos que la deja de ver y la reencuentra, recuerda su olor, no es algo que imaginas, no es una proyección. Uno recuerda el olor y no recuerda un tacto de piel, recuerda las formas, obviamente que no son las mismas y han variado pero sobre una base, entonces hay un recuerdo corporal. Por eso digo que el cuerpo tiene memoria de otro cuerpo.  

viernes, 28 de junio de 2013

El río

Me pidió que hiciese tiempo en un café. No le contesté que el tiempo no se hace, se pierde. Y no se recupera. Yo siento que estoy perdiendo el tiempo cuando no escribo y, a diferencia de los que encuentran inspiración en el movimiento de mozos y clientes, yo no puedo escribir en un bar. Ni siquiera leer.

En los bares pasa todo junto y mezclado, es como estar en la intersección de varias vidas, y yo me voy yendo con esos estudiantes que se ríen de cualquier cosa, con la mujer muy maquillada que se toma una cerveza a las once de la mañana, con los dos comerciantes que sacan cuentas en una calculadora gigante. Prefiero seguir al mozo, cómo baila entre las mesas, los gestos de loco que pone al levantar las monedas que junta en los bolsillos que cuelgan pesados, me voy yendo, y pienso en Virginia Woolf, sus bolsillos llenos de piedras cuando se ahogó en el río.

Entrar al río deber ser como entrar al tiempo y, al fin, dejar de verlo pasar. Corre el agua con fuerza, incansable, infinita y habrá que entrar en ella para detenerla, para no mirarla irse, irse. Corre el reloj biológico, en el bar pasan minutos, pasa una hora; pero afuera pasan los días, los otoños, los años. El tiempo es como un río que no para y no tengo hijos, no escribo y me dejo llevar por la gente que aparece y desaparece en la ventana.

Son como olas de personas, vienen todas juntas o nadie. Pienso en Alfonsina Storni, ella se ahogó en el mar. Yo preferiría el río, el mar te devuelve. El río te lleva. Dicen que el suicidio es más de hombres. La depresión es femenina pero el gran final elegido, según las estadísticas, es cosa de hombres. No sé si las mujeres no nos animamos a matarnos porque somos débiles o todo lo contrario, somos fuertes y aguantamos más. Quizá tenga que ver con el anclaje biológico, estamos enraizadas. El hombre es más libre por naturaleza.

Recibo un mensaje que me devuelve al bar: la persona que espero para conseguir un trabajo va a tardar un rato más. Ojalá pudiese escribir pero sigo perdiendo el tiempo y me vuelvo a ir con esa pareja que divide la cuenta, me voy con una niña que juega con azúcar mientras su padre hojea un diario. Alcanzo a leer que han muerto cinco personas de frío. Me escapo y vuelvo a pensar en Virginia: “Una mujer debe tener dinero y un cuarto propio si quiere escribir ficción”.  
(Ilustración de Silvia A. Hapko)

martes, 25 de junio de 2013

Manuel Vicent sobre los teléfonos celulares:

¿Qué es hoy un adolescente sin teléfono móvil? Nadie. Actualmente los ritos de pubertad se establecen con una variedad de cicatrices, púas de gomina en el pelo, tatuajes, piercings, con los que escarifican su cuerpo los adolescentes camino de la discoteca o del botellón de fin de semana donde les espera el primer alcohol, el primer sexo y tal vez la última droga de diseño. Los héroes de hoy, como los antiguos, también van armados con una lanza para matar al dragón que tiene cautiva a una bella princesa. En este caso la lanza es el teléfono móvil, que concede al adolescente un gran poder. El whatsapp transforma al cobarde en valiente, al tímido en audaz, al tonto en listo, al tipo duro en un castigador ilimitado, solo que en estos ritos de iniciación también las princesas cautivas usan la misma arma y ya no necesitan ayuda de ningún héroe para escapar del dragón. Tanto ellos como ellas saben que sin el móvil no son nada. No creo que exista ningún adolescente que al darse cuenta en medio de la noche que ha olvidado el móvil no se sienta un guerrero desnudo, desarmado y trate de recuperar a toda costa su lanza. La esencia de esta nueva arma es la inmediatez. En los whatsapps la rapidez en responder a las llamadas es más determinante que el contenido de los propios mensajes. Si no contestas de forma instantánea puedes quedar fuera de combate, puesto que los mensajes de la amiga, del amante, del novio, del descocido se acumulan, se superponen y serás inmediatamente suplantado. Tener el móvil apagado engendra una suspicacia morbosa en la pareja, que puede desembocar en una tormenta de celos si no estás permanentemente conectado. Antes los enamorados se eternizaban en la despedida por el viejo teléfono. Cuelga tú; no, cuelga tú; anda, cuelga tú. En cambio, hoy los móviles se diseñan para poder expresar una idiotez cada día un segundo más rápido. La neurosis de los mensajes superpuestos, inmediatos ha llegado al extremo que muchos adolescentes y también adultos perciben que les vibra el móvil en el cuerpo aunque lo hayan dejado en casa. Esta falsa vibración es un síndrome de la necesidad de esa llamada, de esa respuesta, real o imaginaria, que se espera con angustia, sin la cual uno se siente solo en el mundo.

domingo, 23 de junio de 2013

Mondongo

(Mucho Talento. Para ver más y mejor ACA.)

sábado, 22 de junio de 2013

Poetry

La pérdida ayuda a escribir. Nunca es tarde. El arte es lo que nos salva. La sensibilidad duele. 
Pura POESIA.

miércoles, 19 de junio de 2013

Un actor a la deriva

Recomendación del maestro Yataro Okura: A nosotros los actores de kyogen se nos ha enseñado cómo ayudar al actor principal del noh, y cómo calentarle el escenario. Cuando estés allá, trabaja con la intención de ayudar a tus compañeros actores en lugar de tratar de jalar la atención del público hacia ti. Haz a un lado tu ego y concéntrate en crear una atmósfera adecuada en la que puedan actuar los demás. 
En general, los artistas japoneses intentan expresar el máximo de verdad a través del mínimo de medios, y este enfoque ciertamente corresponde al espíritu del Zen. (…) El arte tradicional japonés pretende eliminar todo aquello que no resulte esencial. Reduce su expresión al mínimo necesario para comunicar, y aspira a causar un impacto en un nivel instintivo. En términos actorales esto significa encontrar ideas simples, casi rudimentarias, que tengan un significado universal. Gestos claros, relaciones de todos los días. Y entonces, estas ideas rudimentarias se refinan, se pulen y se convierten en “arte”. 
Desde que salí de Japón por primera vez he conocido a una gran cantidad de personas consideradas públicamente como “grandes artistas”. Y me he dado cuenta de que todos ellos poseen tanta habilidad diplomática como talento artístico. Hasta entonces yo pensaba que el artista debía conformarse con la pobreza y que era poco “artístico” preocuparse por el dinero. Ahora he llegado a otra conclusión. Un artista no debe conformarse con la pobreza, pero tampoco debe obsesionarse por el dinero; debe permanecer libre para realizar su trabajo creativo. 
Peter Brook dice que la acción teatral debe suceder en el mismo nivel en el que se encuentra el espectador, ni por encima ni alejada de él como sucede en los escenarios tradicionales. El actor no se diferencia en nada de la multitud espectadora, hasta el momento que avanza y se mueve. Es entonces que se convierte en actor.
Cuando los espectadores abandonan la sala deben ser diferentes que cuando llegaron. En tiempos pasados las personas iban a la iglesia una vez por semana para limpiar su espíritu. Hoy día rara vez ocurre esto, y el buen teatro debe cumplir parcialmente con esta función, debe limpiar a la gente como si se tratara de un baño. Aquel maestro Zen me dio lo que yo necesitaba, aunque en el justo momento no me haya dado cuenta. Del mismo modo, un actor debe tocar algo fundamental en los espectadores, se den cuenta o no de lo que les está sucediendo. En realidad, a mí no me interesa si la gente cree que soy o no un buen actor. Mi verdadero propósito es limpiar su espíritu y transformarlo. Trato de actuar bien a la manera de aquel maestro. 
Quizá la vida sea así. No soy “yo” quien vive, sino que algo, como el sonido de aquellos tambores, me hace vivir.
Al final de todo camino es a uno mismo a quien se encuentra. Nada más. O como dice el poema de Attar: “Has realizado un largo viaje para llegar hasta el viajero”. 
Peter Brook: “Un día, Yoshi me contó lo que decía un viejo actor de kabuki: “Yo puedo enseñar al joven actor cómo apuntar su dedo hacia la luna. Pero la distancia que hay de la punta de su dedo hasta la luna, es responsabilidad del actor”. Luego, Yoshi añadió: “Cuando actúo, no me interesa saber si mi gesto es hermoso. Para mí, sólo existe una pregunta: ¿el público vió la luna?”
(Fragmentos de "Un actor a la deriva", de Yoshi Oida

domingo, 16 de junio de 2013

Lo que se ve:





(Fotografías de Adriana Lestido
Recomiendo ver más y mejor ACA)

miércoles, 12 de junio de 2013

El gorila

Sobre todo a los actores: les recomiendo mucho la obra de teatro "El gorila", que apropiadamente se puede ver en el zoológico. La actuación de Brontis Jodorowsky es buenísima.

domingo, 9 de junio de 2013

Paolo Giordano sobre escribir:

No me siento un escritor sino un narrador de historias y eso hace que a todo lo que haga en la vida le encuentre una cierta utilidad. Siempre estuve obsesionado con la idea de perderme la vida y cuando uno comienza a mirar con el ojo de quien escribe, te das cuenta de que ningún momento se pierde. Siempre existe la posibilidad de transformarlo en escritura y en relato. Más que una profesión, para mí escribir es un modo de ser. 
(Paolo Giordano en Ñ)

sábado, 8 de junio de 2013

Buen ejercicio literario

De el capítulo 68 de "Rayuela", de Julio Cortázarcambiar las palabras inventadas por palabras existentes:

Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente su orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, las esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentía balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias. 

Apenas él le mencionaba el asunto, a ella se le agolpaba el ánimo y caían en batallas, en salvajes forcejeos, en frases exasperantes. Cada vez que él procuraba retomar las evidencias, se enredaba en un llorisqueo quejumbroso y tenía que esconderse de cara al pecho, sintiendo cómo poco a poco las defensas se evaporaban, se iban desarmando, reprimiendo, hasta quedar tendido como el arquero de fútbol al que se le han dejado caer las manos de cansancio. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se calzaba los guantes, consintiendo en que él aproximara suavemente sus argumentos. Apenas se enredaban, algo como un huracán los encerraba, los arrastraba y sacudía, de pronto era el final, la línea concluyente de las carreras, la extenuante necedad del orgullo, los sinsentidos del duelo en una infrahumana fealdad. ¡Basta! ¡Basta! Extenuados en la cresta del silencio, se sentían evaporar, difusos y tardíos. Temblaba el aire, se vencían las vigas, y todo se resumía en un profundo desencanto, en especies de ensangrentadas gasas, en caricias casi crueles que los revivían hasta el límite de las fuerzas.

viernes, 7 de junio de 2013

¿Dos por uno?

Hoy le regalé a T. un equipo de ping pong. Tenemos una mesa de madera que no llega a ser tan grande como la profesional pero casi. Apenas llegué, él abrió el paquete y armamos la red. Nos pusimos a pelotear, después por-el-sa-que y se armó torneo. Pasamos toda la mañana jugando, no podíamos parar. Cuando juguemos en una mesa de verdad, la pelota va a entrar siempre.

Después fui a hacer un trámite y pasé por la cartelera de teatro de la avenida Corrientes. A veces entro y saco entradas para obras de algún director que conozco o con algún título que me gusta. Fechas y disponibilidad hacen de filtro. Generalmente salgo contenta, me gusta la certeza de tener la entrada en la mano, implica presencia asegurada, como un mini contrato entre el teatro y yo.

En el local de la cartelera sonaba música clásica de la computadora. La mujer delante mío, de unos cincuenta años, preguntó a la vendedora por un unipersonal que yo no conocía. Tenemos ese espectáculo, informó la chica simpática y acordaron día y precio. Todo iba bien, la mujer había conseguido las entradas, la chica concretaba una nueva venta y yo esperaba tranquila para preguntar por las tres o cuatro obras que me interesaban.

El ruido exagerado de la impresora fue un presagio. Cuando las dos entradas se materializaron, la chica le informó a la mujer que eran cien pesos. Pero quiero una sola, corrigió la clienta. La chica se paralizó y pronunció una eme eterna sosteniendo en alto las entradas, parecía un árbitro que saca tarjeta. Algo se había trabado en el aire. Mmmmmmmuna entrada no le puedo vender, sólo de a dos, la simpatía que trató de mantener era inaplicable.

¿Dos? Yo soy sola, ¿qué hago con la otra? A la mujer le cambió la cara. La chica volvió a poner la boca en forma de eme pero no emitió sonido, negó con la cabeza y fue bajando las entradas que había sostenido en alto como mostrándole un caramelo a un niño al que no dejan comer dulces. La mujer giró y me miró avergonzada, no sé si por no tener el coraje de defenderse o por estar sola. Yo no supe qué decir y ella se fue.

Salí del lugar triste. Podría haber acompañado a esa mujer al teatro. Me imaginé que nos encontrábamos en la puerta antes de la función, sin otro tema en común que aquella tarde que le dejó bien claro lo difícil que es estar sola, lo caro que cuesta. Yo ocupando el lugar del amor que no tenía, de las hermanas ausentes, los padres muertos, las amigas que no llamaban. Pensé en el mundo ridículo, diagramado con planes familiares, habitaciones dobles, promociones y descuentos para parejas, el maldito dos por uno.

Se hizo de noche y Corrientes floreció. Caminé a la parada del colectivo algo apurada, ya eran las nueve y T. me esperaba para cenar. El paso rápido y el frío me despejaron. Recordé el ping pong improvisado y las risas de la mañana. De una disquería, como una ola, se acercó y se alejó un tango: Tres esperanzas tuve en mi vida, dos eran blancas y una punzó... Una mi madre, vieja y vencida, otra la gente, y otra un amor…

jueves, 6 de junio de 2013

Botero en el MNBA

   
Más dibujos en tela y en papel: ACA

miércoles, 5 de junio de 2013

lunes, 3 de junio de 2013

La otra oreja

De lejos, los vio esperando, pacientes, y se acercó al mostrador a preguntar por la guardia. Hora y media, dos, si no era una emergencia, le informó una chica y le extendió una planilla. Boris decidió anotarse, buscaba una excusa para no volver al departamento, a la cama sin hacer, al día caluroso por delante, ansioso y vacío. No tenía trabajo y le dolía la rodilla hace meses. Si la rodilla no estuviese tan lejos de la cabeza podría haber sido psicológico, pero no, era un dolor en la articulación, no había sido ni siquiera un mal movimiento, todo lo contrario. Estaba gordo y solo, y apenas salía a comprar pan y fiambre para almorzar.

“La heladera también” les dijo Leila a los dos pibes que le hicieron la mudanza. Y a él se le cayó la estantería, no por la heladera, si no por el también. Bajo sus cordiales órdenes de señorita avejentada aparecieron espacios vacíos, mugre acumulada por años bajo las cosas que, como él, no habían hecho ni buenos ni malos movimientos. Quedaron las marcas de la cómoda, del escritorio, de la lámpara de pie, sombras de ese proyecto que había sido su pareja con Leila. Marañas de pelos, migas, semillas. Encontraron cubiertos perdidos abajo de la alacena que los pibes lograron sacar después de dejar cuatro lunares grandes en los azulejos blancos. “Esa alacena también”.

Los pacientes estaban sentados en dos hileras de sillas contra las paredes, en el centro quedaba una especie de pasarela. Boris eligió darle la espalda a la ventana. Le dio cierta satisfacción sentarse entre la gente, como si lo abrazasen. Necesitaba estar con otros, pertenecer en silencio. De su lado, asiento de por medio, había un anciano que sostenía un pañuelo ensangrentado en una de sus orejas. Junto a él, una mujer indígena, triste y embarazada, trataba de controlar a un niño que se le escapaba para adueñarse del espacio público, tejiendo hilos invisibles entre las dos filas. Pasó una camilla que casi le pisa una mano. Los enfermeros miraron mal y buscaron un responsable. La madre asintió con la cabeza pero no se levantó, como si cargara con el peso del mundo. Más allá, hacia el final, un hombre dormía con la boca abierta. Parecía el padre del chico con barbijo que, sentado muy erguido, jugaba tranquilo con un teléfono celular.

En la fila de asientos de enfrente, una chica de pelo rubio abrazaba varios sobres grandes de radiografías. A su lado, una señora en silla de ruedas. No hablaban, si no hubiese sido porque la chica de vez en cuando le limpiaba la baba nadie hubiese dicho que estaban juntas. Dos sillas más lejos, cerca de los consultorios, un adolescente con auriculares hojeaba una revista y cada tanto mandaba mensajes de texto que sonaban plin y llamaban la atención de un obrero en ojotas que no se cambiaba de lugar porque tenía una valija y varias bolsas de plástico ya ubicadas. Comía una manzana. Al lado, en la última silla vacía, como un auto en venta, una botella de gaseosa anaranjada sin etiqueta. 

A través de la ventana, salió y se ocultó el sol varias veces, parecía que la luz del día respiraba. Cuando el lugar quedó definitivamente en sombra, Boris divisó en la entrada una especie de fantasma que se acercaba pateando su pollera con elegancia. Al cruzar la monja se detuvo todo, el adolescente bajó el teléfono y hasta el niño se quedó quieto. La mujer caminó despacio por el centro del pasillo y para Boris fue como si se corriese un telón, el barrido del hábito grueso dejó a los otros cuerpos casi desnudos, apenas protegidos por finas telas de algodón. Cuerpos desnudos y lastimados. El único que se movió fue el obrero, encimó los pies que parecían obscenos. Boris sintió de repente como un fuego artificial que implotaba hacia el centro de su cuerpo, la suma de muchos dolores concentrándose en el mismo lugar: la muerte de sus padres, la falta de mujer e hijos, la primera vez que le dijeron no te quiero, las cosas que pensó que iba a hacer y no hizo, la mala alimentación, el cansancio, la panza peluda y blanda que no lo dejaba respirar y a la que enjabonaba una vez por semana. La suma de sus heridas y un dolor universal, el esfuerzo de las madres, el tiempo que arrasaba músculos y neuronas, la falta de zapatos, las manos ajadas de trabajar, las horas de guardia, la niñez secuestrada por la enfermedad, la injusticia, el sistema, el asco que paradójicamente da la sangre.

Plin, volvió el dolor en la rodilla y fue un alivio. El anciano con la oreja herida lo miraba como a la espera de una respuesta, al ver que Boris no reaccionaba repitió:

-Ha pasado un ángel.

El viejo apartó el pañuelo ensangrentado de la oreja en carne viva, un tajo le partía el lóbulo por la mitad.

-¿Cree en Dios? –. Le preguntó.

-No -. Contestó Boris por cortesía.

-¿Ah, no? Lástima que se lo pierda. Como la gente que no va al cine, también se lo pierde. O la gente que no cocina, que también se lo pierde. ¿Usted va al cine?

-Muy poco -.

-Lástima. No hay que perderse esas cosas. Las otras pérdidas son demasiadas. Por eso mejor no perderse el cine, la cocina, a Dios. ¿Qué tiene?

¿Qué tenía?

-¿Por qué está acá? -Aclaró el viejo.

-Un dolor en la rodilla, nada grave, estaba por la zona y lo vengo postergando hace tiempo.

-Hizo bien, no hay que dejar para último momento la salud. Lo que le decía, lo que depende de nosotros no hay que perderlo de vista. Lo otro, el ataque al corazón, el puñal, el tajo en la oreja, eso viene solo.

-¿El tajo en la oreja? –Preguntó Boris.

-Me cortó el peluquero. Insistió en acompañarme pero preferí venir solo, de raje. No lo toman como una emergencia porque el lóbulo no involucra el oído ¿sabe? Hay señoras que vienen por lo mismo todos los días, por los aros.

Boris asintió y miró la herida. La carne era delgada, un colgajo.

-Parece bastante profundo.

-No, esas tijeras de peluquería no tienen mucho filo. Ya me había pasado antes.

El hombre retorció el cuerpo para mostrarle a Boris una cicatriz en la otra oreja, con el orgullo apagado de quien exhibe una herida de guerra.

-¡Juárez! –Gritó una mujer al fondo del pasillo. El hombre se paró con dificultad.

-Ese soy yo. – Aclaró y estiró un mechón de pelo del lado de la oreja ya cicatrizada. –Hoy me dejó a la mitad, ¿ve? Pero nadie me corta el pelo como él. –Y se fue rengueando por la pasarela.

Boris miró a los demás, plin, y movió la rodilla para ver en qué andaba el dolor pero no lo encontró, había desaparecido como esos artefactos que funcionan justo cuando viene el técnico a repararlos. Volvió a salir el sol y brilló al fondo la botella anaranjada. El padre se había despertado y ahora el chico le enseñaba el juego del teléfono. La madre había logrado que su hijo se siente a su lado y el niño, con su pequeña mano oscura y sucia, le acariciaba la pierna como si fuese un gato. La anciana de la silla de ruedas y la chica cruzaron unas palabras al oído. La chica sonrió pero Boris no llegó a verla. Caminó hasta su casa y le dieron ganas de seguir caminando. A unas diez o quince cuadras había un cine. No tenía ni idea de qué estaban dando.