sábado, 8 de junio de 2013

Buen ejercicio literario

De el capítulo 68 de "Rayuela", de Julio Cortázarcambiar las palabras inventadas por palabras existentes:

Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente su orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, las esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentía balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias. 

Apenas él le mencionaba el asunto, a ella se le agolpaba el ánimo y caían en batallas, en salvajes forcejeos, en frases exasperantes. Cada vez que él procuraba retomar las evidencias, se enredaba en un llorisqueo quejumbroso y tenía que esconderse de cara al pecho, sintiendo cómo poco a poco las defensas se evaporaban, se iban desarmando, reprimiendo, hasta quedar tendido como el arquero de fútbol al que se le han dejado caer las manos de cansancio. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se calzaba los guantes, consintiendo en que él aproximara suavemente sus argumentos. Apenas se enredaban, algo como un huracán los encerraba, los arrastraba y sacudía, de pronto era el final, la línea concluyente de las carreras, la extenuante necedad del orgullo, los sinsentidos del duelo en una infrahumana fealdad. ¡Basta! ¡Basta! Extenuados en la cresta del silencio, se sentían evaporar, difusos y tardíos. Temblaba el aire, se vencían las vigas, y todo se resumía en un profundo desencanto, en especies de ensangrentadas gasas, en caricias casi crueles que los revivían hasta el límite de las fuerzas.

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