No me gustan mis canas incipientes, la
ansiedad, los inodoros sucios, el pan gomoso. Odio no poder conmigo misma
cuando escribo, no confiar, querer descubrir el truco en la magia, las
picaduras de mosquitos que en mí son heridas eternas, mi mala cicatrización y mi
extrema susceptibilidad. Detesto las épocas en que me cierro, me vuelvo
hermética y no me funcionan los sentidos. No me cae bien la tecnología,
necesitarla y que siempre me traicione cuando menos lo espero. Preferiría que
no me dejasen plantada o me cancelen a último momento, que la vecina de arriba
no me ensucie los vidrios cuando riega. No me gusta buscar en el mapa ni en la
guía. Me parece de mal gusto la gente que come con ruido en el cine, gente que
habla o deja el teléfono prendido. Me da asco que otros caguen en mi casa, los
pedos ajenos; me dan impresión la sangre de alguien lastimado, las uñas
arañando un pizarrón, ver una persona parada en la cornisa. Me molesta
reconocerme en ciertos gestos de mi madre, reconocerla a ella en gestos míos
tampoco me gusta nada. Me caen mal Michael Caine y Guillermo Francella. Prefiero
no entrar a la sala si la película está empezada, las obras de teatro comerciales
casi nunca me interesan. Hay algunos taxistas a los que mataría como en el decálogo
de Kieslowski y algunos porteros tampoco me caen bien por cómo me miran cuando
paso. Detesto los mensajes que manda movistar, la televisión, las noticias, ir
al supermercado. No me gusta tener los pies ásperos, leer sin un lápiz a mano,
seguir leyendo aunque el libro no me interese, estar a la espera de un llamado,
el olor del dinero, usar reloj. Odio comer sin hambre o comer demasiado, tener
mocos, bañarme con agua fría, dormir poco. Prefiero no acumular cosas, no
meterme en el consorcio, no almorzar sola. No soy amiga de las impresoras porque
nunca logré que durasen más que un cartucho. Tampoco soy amiga de estar en
familia mucho tiempo, de los grupos grandes o de ir de vacaciones con
desconocidos, prefiero evitar las fiestas interminables. Me molesta el
tránsito, desperdiciar comida, sentir dependencia, que haya que decidir porque
se acaba el tiempo y no poder entenderme con la gente que quiero.
Pero nada de lo anterior es tan grave, ni
siquiera parecerme a mi madre. Cuando escribí odio o detesto fue para
no repetir que no me gusta o que preferiría otra cosa. Lo que sí me produce
verdadera aversión en este momento es pensar demasiado. Eso sí lo aborrezco. Pensar
así, tanto, como pienso, es un asco. Es como si me estuviesen exprimiendo el
cerebro con naranjas podridas, es tratar de desenrollar un ovillo de fideos
mohosos, un gato leproso e idiota persiguiendo su propia cola. Pensar en
círculos necios me lastima. Tengo noventa años cuando pienso así, y peso ciento
cincuenta quilos. Si se pudiesen vomitar los pensamientos estériles sería una
bulímica feliz. Abusar del pensamiento es desagradable, es eso, como un vómito
que se queda adentro, o lágrimas acumuladas, agua estancada que empieza a
largar olor y a llenarse de bichos. Por pensar pierdo tiempo, tiempo de
trabajo, de sueño, de lectura. Por pensar me pierdo en un laberinto de arena
movediza y me voy hundiendo, extiendo las manos pero no hay nadie, sólo yo misma
que, pensando, me ignoro. Si pudiese, si no fuese el fin de todo, me sacaría la
cabeza de encima, la patearía fuerte al cielo y saldría corriendo.
3 comentarios:
"Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir y al fin andar sin pensamiento..."
Naranjo en flor (Homero Expósito)
Lo dijo todo en una frase,
Gracias, Rob K!
Tengo coincidencia en muchos de estos puntos.
Publicar un comentario