La cena de los tontos

Cuando era chica decía que los domingos me juntaba con mi familia “del lado de mi papá”. A pesar de algunos cambios demográficos (mi papá se separó y tuvo diferentes novias y nosotros también), “el lado de mi papá” se sigue juntando rigurosamente todos los domingos.

Con el paso de los años mis hermanos, mi papá y yo fuimos construyendo en esas reuniones un código, un tono compartido con el que nos reímos, nos sinceramos, nos conocemos y profundizamos sobre la creatividad, la familia, el cine y el amor.

Hace varios domingos no sé cómo terminamos hablando de la pareja. Lucía (la del “pajero” del colectivo) y yo dudábamos que una pareja pudiese estar junta más de quince años sin transformarse en algo horrible, que empaña el crecimiento individual, en algo que tira para atrás.

Un poco triste por el escepticismo amoroso consensuado de sus hijas, mi papá aseguró que no era cierto, que él conocía gente, que no quería que pensáramos así. Pero como cada uno de los que estábamos en la mesa veníamos de distintas madres, nos reímos y seguimos con nuestras precoces teorías.

Mi papá, combatiendo la evidencia de sus genes desparramados a través del tiempo y las mujeres, se puso serio y nos dijo que él nos iba a hacer volver a creer en el amor para toda la vida. Sí, que nos iba a traer una pareja feliz cada fin de semana como ejemplo. Retrocedimos a la infancia y a los gritos: ¡queremos nombres!

Sonrió nervioso y simpático, amenazó que ya íbamos a ver y después se encorvó y siguió comiendo. Se notaba que estaba pensando porque tenía esa sonrisa genuina e insegura todavía pegada en la cara. No se le ocurría nadie, ni una sola pareja. O quizás sólo estaba recordando: qué lindas eran nuestras madres cuando pasaron por su vida.