Estoy trabajando en un comercial de pasta de dientes que dirige mi amigo Daniel. Mi trabajo es divertido pero no es interesante. Es divertido como los juegos, pero los juegos duran sólo unas horas. Si uno se la pasase jugando todo el día descubriría lo que yo siento a veces con mi trabajo: que no tiene ningún sentido.
El otro día fuimos a comer con la gente de la agencia a una parrilla de Palermo. Estas personas resultaron ser divertidas y cultas, hablamos de películas, comimos muy rico y nos reímos bastante. Por un momento llegué a olvidarme de que estábamos trabajando y de que al día siguiente filmábamos con un plan de dieciséis horas.
Cuando estábamos terminando pasó algo. Y digo que pasó algo porque cuando uno trabaja pasan muchas cosas, pero rara vez pasa algo. Estábamos sentados en el fondo, al lado de un ventanal que se transformó en una pantalla de cine en la que dos hombres forcejeaban con mucha violencia. Uno sostenía un cuchillo en la mano (es increíble que pongan esos cuchillos en las mesas para comer) y el otro lo tenía trabado desde atrás. Desde la calle un tipo en una moto les gritaba sin sonido y en cámara lenta.
Cuando uno ve una escena de este tipo en la vida real tarda un tiempo en entender lo que de verdad está pasando. Para mí al principio se trataba de dos amigos paveando, pero cuando el tipo que sostenía al del cuchillo le arrancó el reloj, se subió a la moto del gritón y desapareció, me di cuenta de que era un robo.
“Oh, my god”, dijo el creativo de Londres mientras terminaba de engullirse un kilo de bife de lomo. Los demás nos quedamos callados. La escena había durado unos treinta segundos y había sido muy pero muy violenta, porque contrastaba con toda la gente que se había quedado quietita en su lugar.
Nos quedamos mirando el vidrio mientras las personas que rodeaban a la víctima por fin se paraban para auxiliarlo y los mozos, que antes se habían resguardado dentro del lugar (algunos llegaron a ver que el de la moto tenía una pistola), ahora le acercaban hielo para la muñeca desnuda y colorada.
Cuando me recuperé, busqué a mi amigo Dani pero no estaba en la mesa. Yo no lo había visto pero, según los mozos, en el medio del forcejeo Dani se había parado y le había tirado uno de esos cuchillos asesinos a la cabeza del agresor y, aunque no impidió que se llevara el reloj, lo había dejado sangrando.
Y todo esto por un reloj.
Un reloj que el dueño quería defender aunque le costase un brazo. Un reloj por el que los dos ladrones estaban dispuestos a dar su vida. Un reloj que a Dani le importa un pepino. Un reloj.
Los mozos se acercaron a comentar la puntería de Dani, a los extranjeros se los veía un poco entusiasmados porque ahora tenían algo para contar de Argentina, Dani no lograba sobreponerse a la sorpresa que él mismo se había causado, y yo estaba ahí, preguntándome el valor de un reloj y tratando de encontrarle un mínimo sentido a retomar la discusión sobre la blancura de una sonrisa falsa en un comercial de pasta de dientes.
4 comentarios:
Y sí, la naturaleza humana tiende a darle un valor excesivo e innecesario a esas cosillas. Qué tristeza, ¿no?
robar un reloj, es como robar tiempo?
para mi, que vivo en Brasil, esto yá es tan, pero taaaaaaaaaan normal (esto si que es triste)
Una vez me pasó algo igual, medí fuerzas con un ladrón, perdí, una cámara del año de la pera y no pensé en su valor ni en el peligro que corría, solo actué.
Defender tu reloj, defenderTE, defenderLO, a veces los actos son instintivos.
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