Extrañaré un poco a mi abuela y por eso estoy tan pesada con Henry Miller: “Dormir se puede casi en cualquier parte, pero hay que tener un sitio para trabajar. Aún cuando no estés haciendo una obra maestra. Hasta una novela mala requiere una silla en que sentarse y un poquito de intimidad.”
Qué razón tiene sobre lo necesario de crear un espacio propio para escribir. Yo tengo mi mesa, con lugar suficiente para el té o mate del lado izquierdo de la computadora. Un anotador del lado derecho, grande y abierto, espera atento mis garabatos, mis arranques compulsivos de ideas superpuestas con diferentes caligrafías y tintas que dependen de mi estado de ánimo, de la rapidez con que los pensamientos me obligan a darles vida.
Necesito que todo lo que miro cuando pienso me represente de alguna manera, que esté en proceso, cuestionando algo, que se imponga firme ante la amenaza del olvido. Cada objeto en mi mesa es orgulloso de personalidad, siente el privilegio de pertenecer a mi mundito y está ahí por un asunto que tiene pendiente conmigo.
Al teléfono, por ejemplo, me hace falta tenerlo atento. Es un secretario inútil y voluntarioso cuya única función es la de ahorrarme el más mínimo esfuerzo de moverme de la silla. Un ejército de biromes y lápices espera ansioso la orden al ataque en cualquier momento, soldaditos mancos que se esmeran por sobresalir haciendo de cuenta que ya no entran más en el lapicero.
Estoy acostumbrada a escribir percibiendo detrás la seguridad veinticuatro horas de mi biblioteca. Ella me cuida de esos miedos, tan cobardes, tan de cuarta, que a veces amenazan con apuñalarme por la espalda, villanos que en muchas oportunidades han entrado igual a atacar por la ventana, anulando a la pobre y fiel custodia que impotente trata de defenderme disparando con libros inofensivos cargados en los estantes.
Es muy simple, para poder pensar necesito mi rincón con mis cosas. Compañeras ellas me apuntalan el camino, me alientan respetuosas y me gritan demandantes cuando las evito justificándome con la necesidad de un sustento, el miedo a la soledad o el pago de impuestos. Siempre hay que tener un lugar para escribir que nos llame la atención cuando nos hacemos los distraídos. Como una multa de advertencia que nos perdona cuando estacionamos el auto en el lugar equivocado pero, al mismo tiempo, nos intima a que sea la última vez.
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