Por estos días me encuentro en las redes sociales con fotos de
amigos o conocidos cuando eran niños, con su guardapolvo blanco, aclarando lo
orgullosos que están de haber ido a una escuela pública o de mandar a sus hijos
a una escuela del Estado. Además de la ternura que me provoca reconocer a mis
amigos grandulones en esos niños sonrientes, es imposible no pensar en mi
propia educación.
La semana pasada fui al cumpleaños de una amiga de la niñez. Nos
conocemos desde el jardín de infantes. De más está decir que el amor entre
nosotras sobra, somos amigas hace más de treinta y cinco años. Pero también hay
que decir que somos el día y la noche. En realidad, siempre que estoy con mis
ex compañeros de colegio, salvo raras excepciones, me siento así, sapo de otro
pozo. Como si fuesen todos parte de un club al que yo pertenecí por error.
Volví caminando a mi casa pensando en esas amistades que se
sostienen por el delgado hilo del amor, casi un hilo de sangre. Y volví
recordando. Yo, sentada en un rincón del fondo de la clase, la cabeza escondida
entre los brazos cruzados sobre el pupitre, fingiendo que tengo sueño, que
estoy muy cansada. Mis compañeros gritando, cantando. El más agresivo es
pelirrojo y zarandea con fuerza una bandera de la UCeDé, grita por la ventana que se vayan todos los negros de mierda. La
memoria suele ser exagerada pero estoy casi segura de que soy la única que no
canta, la única que no festeja.
Aún hoy, décadas después, me siento en el lugar equivocado cuando
me junto con ellos. Claro que estoy generalizando y hay varias excepciones,
pero en general me ocurre. Ellos hablan de los vagos que no trabajan porque no
quieren y de cuánto piden ganar las empleadas domésticas que se volvieron
locas. Siguen hablando de “negros” y sus proyectos son cambiar el auto y viajar
a Miami a comprar barato.
Hablan como los padres, esos que les daban banderas para llevar a
clase, los mismos que los mandaron a ese colegio para que sus hijos tengan las
oportunidades que brindan las relaciones con gente “bien”. Casi ninguno percibe
otra realidad que no sea la propia y después de la facultad rara vez volvieron
a leer un libro. Pasaron veinticinco años y apenas cambiaron, apenas se pueden
distinguir de sus padres, las mismas vidas.
Escribo sobre mi experiencia, seguro hay otro tipo de colegios
privados. Yo cuando terminé la secundaria, tuve que pensar todo otra vez, deshacer
un camino, romper relaciones y empezar casi de cero. Quien sabe que hubiese
pasado de haber caído en una escuela pública.
(Texto publicado ACA)
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