domingo, 22 de mayo de 2016

Las cosas que perdimos en el fuego

   Ahora yo trataba de sentarme cerca de ella en las clases. Lo único que quería era que me hablara, que me explicara. Quería visitarla en su casa. Quería saber todo. Alguien me había dicho que se hablaba de internarla. Me imaginaba el hospital con una fuente de mármol gris en el patio y plantas violetas y marrones, begonias, madreselvas, jazmines -no me imaginaba un instituto para enfermos mentales sórdido y sucio y triste, me imaginaba una hermosa clínica llena de mujeres con la mirada perdida-. Sentada a su lado vi, como todas las demás, pero de cerca, lo que le estaba pasando. Todas lo veíamos, asustadas, maravilladas. Empezó con sus temblores, que no eran temblores si no más bien sobresaltos. Sacudía las manos en el aire como si espantara algo invisible, como si intentara que algo no la golpeara. Después empezó a taparse los ojos mientras decía que no con la cabeza. Los profesores lo veían, pero trataban de ignorarlo. Nosotras también. Era fascinante. Ella se derrumbaba en público sin pudores y a nosotras nos daba vergüenza. 
   Empezó a arrancarse el pelo poco después, el de la parte de adelante de la cabeza. Se iban formando mechones enteros sobre su banco, montoncitos de pelo lacio y rubio. A la semana empezó a adivinarse el cuero cabelludo, rosado y brillante.
   Yo estaba sentada a su lado el día que salió corriendo de una clase. Todos la miraron irse, yo la seguí. Al rato noté que venían detrás de mí mi amiga Agustina y la chica que la había auxiliado en el baño aquella vez, Tere, del otro quinto. Nos sentíamos responsables. O queríamos saber qué iba a hacer, cómo iba a terminar todo eso.

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