martes, 28 de julio de 2015

La pequeña comunista que no sonreía nunca

"Si Comaneci compitiera contra una abstracción en lugar de contra rivales humanas, ¿podríamos seguir otorgándole un diez?", le preguntan a Cathy Rigby, la ex gimnasta reconvertida en comentarista de los Juegos Olímpicos para la cadena ABC. "Si Nadia hiciera lo que hace completamente sola, en una habitación vacía, creo que seguiría mereciendo un DIEZ", responde Rigby tras reflexionar en la posibilidad de inventar abstracciones más abstractas que la perfección.

Nadia C. no hace ningún comentario, pero al día siguiente, cuando le pregunto cómo se explica la obediencia absoluta de las gimnastas, parece molesta por esa palabra, obediencia: "Es un contrato que uno firma con uno mismo, no una sumisión a un entrenador. A mí, las que me parecían obedientes eran las otras niñas, las que no eran gimnastas. Se volvían como su madre, como todas las demás. Nosotras, no."

Olga. Que se funde en lágrimas frente a los objetivos y acumula errores absurdos en su ejercicio de barras asimétricas en Múnich. Acurrucada en su silla, acusando el golpe de su fracaso, se seca la nariz con un gesto de la mano mientras espera la puntuación, con el rostro arrugado, rodeada de chicas musculosas que no le dedican ni una mirada. ¡Una soviética que llora! ¡No todas son robots! La comunista demasiado emocional que lo ha arruinado todo lloriquea en directo y en color para mayor delicia de las revistas norteamericanas, que se enamoran de esa rusa tan poco guerrera.

-Esa abundancia, ¿la impresionaba?
-Desde luego. Mire, la primera vez que mi madre viajó a Occidente fue a un suburbio de Nueva Jersey. Pues bien, se puso a llorar en los pasillos de un pequeño supermercado.
Intento comprender. Acaso lloraba Stefanía de felicidad, de emoción por aquellas nuevas posibilidades de elección, por el hecho mismo de poder elegir, y Nadia me corta, casi brutal. Por la repugnancia ante aquella acumulación absurda, me corrige. De tristeza  por sentirse invadida de deseo frente a tanta nada.
-En nuestro país no teníamos nada que desear. En el suyo, en cambio, uno está permanentemente obligado a desear.

Durante ese verano de 1976, las cifras continúan acumulándose alrededor de Nadia: cinco mil llamadas recibidas de la Federación Canadiense de Gimnasia en menos de tres meses, en los Estados Unidos, un setenta por ciento más de llamadas al servicio de urgencias: las niñas que han querido "jugar a Nadia" se han roto la muñeca o el tobillo.
Parece que ya no tengan miedo de nada, como auténticos niños que no han podido serlo, se inquietan los padres de las niñas occidentales, que se cuelgan de las ramas más altas de los árboles y cenan en maillot, sudorosas y despeinadas. Es una fase. Seguro que se les pasa.

Todos los deportistas que ganan son símbolos políticos. Promocionan los sistemas.

-¿Sacrificar su infancia? Ah. Y exactamente ¿qué me he perdido que sea tan maravilloso? ¿Tomar algo en algún café? ¿Ir de compras? ¿Salir con chicos antes de estar preparada para ello? ¿Los videojuegos? ¿Facebook? ¿Qué se hace entre los seis y los dieciséis años que me haya perdido? Y si hubiera tenido la vida normal de ustedes, ¿qué sería hoy?

Todos los meses, los médicos de la policía de la menstruaciones le separan las rodillas. Le introducen tres dedos enguatados de látex. Tres dedos que escudriñan, que pinzan. ¿No tienes novio? ¿Tienes problemas sexuales? ¿Cuál es la fecha de tu última regla? ¿Cuándo vas a decidirte? ¿Has pensado en lo que debes al país? ¿Has pensado que tienes obligaciones para con nosotros? Pues sí, las tienes. El Camarada te ha permitido tener una vida fabulosa durante todos estos años. Así es que haz algo, Nadia: contribuye al futuro del país.


(Fragmentos de "La pequeña comunista que no sonreía nunca", de Lola Lafón. Fotografías tomadas en Bucarest, en el Palacio del Parlamento creado por Ceaucescu. En ese salón se casó Nadia Comanecci.)

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