lunes, 23 de marzo de 2015

Formas de volver a casa

Caminé anoche durante horas. Era como si quisiera perderme por alguna calle nueva. Perderme absoluta y alegremente. Pero hay momentos en que no podemos, no sabemos perdernos. Aunque tomemos siempre las direcciones equivocadas. Aunque perdamos todos los puntos de referencia. Aunque se haga tarde y sintamos el peso del amanecer mientras avanzamos. Hay temporadas en que por más que lo intentemos descubrimos que no sabemos, que no podemos perdernos. Y tal vez añoramos el tiempo en que podíamos perdernos. El tiempo en que todas las calles eran nuevas.
Llevo varios días recordando el paisaje de Maipú, comparando la imagen de ese mundo de casas pareadas, ladrillo princesa y suelo de flexit, con estas calles viejas donde vivo desde hace años, estas casas tan distintas las unas de las otras -el ladrillo fiscal, el parquet, la apariencia de estas calles nobles que no me pertenecen y que sin embargo recorro con familiaridad. Calles con nombres de personas, de lugares reales, de batallas perdidas y ganadas, y no esos pasajes de fantasía, ese mundo de mentira en que crecimos a la rápida.
Esta mañana vi, en un banco del Parque Intercomunal, a una mujer leyendo. Me senté enfrente para verle la cara y fue imposible. El libro absorbía su mirada y por momentos creí que ella lo sabía. Que alzar el libro de esa manera -a la estricta altura de los ojos, con ambas manos, con los codos apoyados en una mesa imaginaria -era su forma de esconderse.
Vi su frente blanca y el pelo casi rubio, pero nunca sus ojos. El libro era su antifaz, su preciada máscara.
Sus dedos largos sostenían el libro como ramas delgadas y vigorosas. Me acerqué en un momento lo bastante como para mirar incluso sus uñas cortadas sin rigor, como si acabara de comérselas.
Estoy seguro de que sentía mi presencia, pero no bajó el libro. Siguió sosteniéndolo como quien sostiene la mirada.
Leer es cubrirse la cara, pensé.
Leer es cubrirse la cara. Y escribir es mostrarla.

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