miércoles, 24 de septiembre de 2014

Terrible accidente del alma

La belleza, dice el enano, no consiste en lo que uno ve sino en la forma que lo ve. Todo depende de los ojos con que veamos. El gusto es un sentimiento difícil de cultivar en estos tiempos. A todos les resulta más fácil repudiar  la calle, sus escenas, considerarlas nauseabundas. Pocos saben ver la calle de otro modo. Hay que ver con detenimiento el estallido de un helicóptero, ese segundo en que parece un pájaro de fuego descuartizado. Hay que observar el cielo con los ojos concentrados en los tonos cambiantes del atardecer aun cuando una nube tóxica avanza sobre nuestras cabezas. Hay que detenerse en la variedad actoral de las últimas expresiones de los muertos diseminados por toda la ciudad. No todas sus expresiones son de sufrimiento. Hay también expresiones de alivio, dice el enano. Y hay que meditar en esa expresión última del cadáver porque revela el carácter profundo del mismo. Nadie es tan auténtico como en esa expresión final. Un rictus o una sonrisa últimos informan si ese difunto fue ruin o bondadoso, dice mientras pasan delante de un negocio de electrodomésticos. En todas las vidrieras, todos los televisores proyectan imágenes del naufragio del Titanic. El enano opina que fue con ese naufragio donde empezó la gran desgracia. Al enano lo fascinan las imágenes. Llora. Sin embargo, dice, cuánta belleza en el naufragio. Dios está en todas partes. Y en algunas más que en otras. Acá estuvo como nunca. Hundió la nave más vanidosa de la historia para recordar a los hombres que no puede haber progreso sin el bien, es decir, sin su aprobación. La nave del mal, dice el enano. Entonces Dios puso el iceberg en la ruta de la nave. 

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