lunes, 14 de julio de 2014

Orlando

Una cosa es el verde en la naturaleza y otra en la literatura. La naturaleza y las letras parecen tenerse una natural antipatía; basta juntarlas para que se hagan pedazos. El matiz de verde que ahora veía Orlando estropeó su rima y rompió su metro. Además, la naturaleza tiene sus mañas. Basta mirar por la ventana abejas entre flores, un perro que bosteza, el sol que declina, basta pensar "cuántos soles veré declinar", etcétera, etcétera (el pensamiento es harto conocido para que valga la pena escribirlo), y uno suelta la pluma, toma la capa, sale fuera de la pieza, y se golpea el pie en un arcón pintado. Porque Orlando era un poco torpe.

Los médicos, entonces, no eran mucho más sabios que ahora, y después de recetarle reposo y ejercicio, ayuno y superalimentación, compañía y soledad, régimen de cama y cabalgatas de cuarenta millas entre el almuerzo y la comida, sin prejuicio de los calmantes y excitantes acostumbrados, con adición ocasional de pócimas de baba de lagartija por la mañana y dosis de hiel de pavo real por la noche, lo abandonaron a su suerte y diagnosticaron que había dormido una semana. Pero si había dormido, ¿de qué naturaleza -no podemos dejar de preguntar- son los sueños como ese? ¿Son medidas reparadoras, letargos en que los recuerdos más dolorosos, los hechos capaces de invalidar la vida para siempre, son rozados por un ala oscura que les alisa la aspereza y los dora, por feos y mezquinos que sean, con un resplandor, una incandescencia? ¿Es preciso que el dedo de la muerte se pose en el tumulto de la vida de vez en cuando para que no nos haga pedazos? ¿Estamos conformados de tal manera que diariamente necesitamos minúsculas dosis de muerte para ejercer el oficio de vivir?

Un apuesto caballero como él, decían, no necesitaba libros. Que dejara los libros, decían, a los tullidos y a lo moribundos. Pero algo peor venía. Pues una vez que el mal de leer se apodera del organismo, lo debilita y lo convierte en una fácil presa de ese oro azote que hace su habitación en el tintero y que supura en la pluma. El miserable se dedica a escribir. Y si ello ya es bastante malo en un pobre, sin otra propiedad que una silla y una mesa debajo de una gotera -pues al fin de cuentas no tiene mucho que perder-, el trance de un hombre rico, que tiene casas y ganado, doncellas, burros y ropa blanca, y sin embargo escribe libros, es penoso en extremo. Se le escapa el sabor de todo; lo torturan hierros candentes: lo roen los gusanos. Daría el último centavo (¡tan virulento es ese mal!) por escribir un sólo librito y hacerse célebre; pero todo el oro del Perú no puede comprarse al tesoro de una frase bien hecha  . Se enferma, cae en una consunción, se vuela los sesos, vuelve su cara a la pared. No importa en qué actitud lo encuentran. Ha atravesado las puertas de la Muerte y conocido las llamas del Infierno.

El lector que haya intimado con las severidades del trabajo de redactar no necesitará pormenores: cómo escribió y le pareció bueno; releyó y le pareció vil: corrigió y rompió; omitió, agregó, conoció el éxtasis, la desesperación; tuvo sus buenas noches y sus malas mañanas; atrapó ideas y las perdió; vio su libro concluido y se le borró; personificó sus héroes mientras comía; los declamó al salir a caminar; rió y lloró; vaciló entre uno y otro estilo; prefirió a veces el heroico y pomposo; otras el directo y sencillo; otras los valles de Tempe; otras los campos de Kent o de Cornwall; y no llegó nunca a saber si era el genio más sublime o el mayor mentecato de la tierra.

(Fragmentos de "Orlando", de Virginia Woolf)

2 comentarios:

Gloria dijo...

Me encanto! Tendría que leer todo wof! Besos y gracias

María dijo...

Gracias, Gloria!
Me alegro de que te haya dado ganas de leerla!
Besos