jueves, 29 de mayo de 2014

Lo que no tiene nombre

El dolor pareciera, tal vez por ley compensatoria, otorgarnos derechos. De la mano del dolor, por ejemplo, el enfermo grave o terminal puede hacerse un triste, patético tirano. Un gran duelo nos vuelve momentáneamente libres, o al menos así me lo parece mientras veo a los demás detenerse en el umbral de mi pena, poseídos por el miedo o el sobrecogimiento o el pudor. Mi propio gesto, mi espacio, mi silencio, mi voluntad me pertenecen ahora como nunca. También soy dueña absoluta de mi palabra. Es como si la muerte de Daniel me concediera vivir por unos días rodeada por un círculo de impunidad. Pero ese poder es irrisorio, es falso, inútil. Para tenerlo he tenido que pagar demasiado caro.

Y es que la sola palabra suicidio asusta a muchos interlocutores. En varios de los correos que recibo se habla de "lo que ha sucedido", o simplemente se soslaya el hecho mismo con expresiones como "te acompaño en estos momentos", o "te pienso todo el tiempo".

Genuinamente conmovidos, todos tienen, sin embargo, un pequeño temblor allá adentro: el estremecimiento agradecido de los sobrevivientes.

Una idea absurda me persigue: jamás el universo producirá otro Daniel.

"La verdad es maraña", escribe Javier Marías.

(Fragmentos de "Lo que no tiene nombre", de Piedad Bonnett)

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