jueves, 27 de marzo de 2014

Una muchacha muy bella

Mi madre era una muchacha muy bella y voluptuosamente delicada; aun cuando pasáramos la vida que vivimos en una casi absoluta soledad, tenía un modo extraordinariamente sensual de ser para sí y, claro, ahí estaba yo con mis siete años, también para mí.

Adorábamos viajar y yo aprovechaba para sacar los pedacitos de fruta abrillantada del budín y mirar por los agujeritos que quedaban mientras mi madre, en plena posesión de sus relatos, los recogía con una destreza asombrosa y se los comía sin darse cuenta y sin retarme.

Al contrario de ella yo soy pelirrojo. Mi pelo es una cantidad infinita y desbocada de esquelas que recuerdan a mi progenitor. Un incendio permanente -dice mi madre-, y a través de los ojos se le escapan  como ovejas asustadas las ganas de apagarme.

Mi madre siempre tomaba café fuerte, doble. Después del primer sorbo encendía un cigarrillo, daba una larga pitada y lo olvidaba en el cenicero. No era extraño que repitiera la acción y se encontrara fumando dos a la vez. Supongo que le gustaba la sensación de lo nuevo, lo inagural, y que cuando la cosa comenzaba a repetirse su memoria desaparecía.

(Fragmentos de "Una muchacha muy bella", de Julián López)

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