lunes, 17 de febrero de 2014

Atrapa al pez plateado

El otro día fui a buscar a T. a Aeroparque. Fue el primer día de sol después de varios de lluvia y le pedí al taxista que me dejase enfrente, tenía algo de tiempo y quería ver un rato el horizonte, sentir el viento en la cara, parecía que me iba de viaje sin valijas. Es increíble que los porteños tengamos un aeropuerto pegado a un rio tan inmenso.

Frente al agua, me sentí liviana, la corriente me despejó la cabeza. Pero se hacía la hora así que crucé a meterme en esa mole de tecnología y consumo que es un aeropuerto. Y aunque no quería alejarme del rio, sí quería ver a T. “Consulte compañía” decía la pantalla, por no decir que la llegada del avión estaba atrasada cuarenta y cinco minutos.

Expulsada por la luz artificial y los estímulos publicitarios, volví a cruzar la calle hacia el agua, como si me hubiese olvidado algo, necesitaba aire. Me instalé apoyada en la baranda dispuesta a disfrutar del plano general exterior día por un buen rato. Estaba feliz, así daba gusto esperar a alguien, y mucho más si se lo quiere con locura.

A unos pocos metros había dos hombres y un niño pescando. Yo suelo mirar a la gente como si fuesen personajes de alguna película, como si los conociese, los entendiese, y les tomo cariño, me voy metiendo en sus historias hasta que me abstraigo de dónde estoy y qué hago. Estos hombres pescaban mientras el niño daba vueltas alrededor, algo aburrido.

No había nada demasiado particular en ninguno de ellos, estaban vestidos con jeans y remeras, parecían tranquilos y acostumbrados a sus cañas de pescar, la pasaban bien aún sin tener nada más que decirse. Ellos también habían venido al rio a esperar. Y, al igual que yo, disfrutaban la espera.

De repente, uno de los hombres sintió un tirón y empezó un elegante tira y afloje, un tanteo, un duelo sutil con algo que se resistía a dejar el agua. Yo no sabía que cuando un pez pica hay una técnica para recoger la tanza. El pescador cedía la fuerza para después volver a traicionar tironeando suave hacia arriba.

Y algo, no se veía cómo ni qué era, se retorcía en algún  lugar oculto, quién sabe a qué distancia de la superficie. ¿Tendría conciencia del final? ¿Sabría qué significaba ese tironeo? ¿Habría visto ya a algún compañero desaparecer de esta forma? ¿Estaría avisado? ¿Sabrían allá abajo qué es lo que pasaba acá arriba?

El niño se asomó a la baranda ilusionado. Yo también, tenía intriga. El otro hombre daba algunas instrucciones al que había tenido suerte, como en el rol de entrenador o algo así. El pez era grande, plateado, y apenas dejó el agua cedió la resistencia y se quedó quieto, largo, calmado. Un pez perfecto, parecía de película.

En el asfalto se retorció, no se había rendido. Los hombres y el niño se agacharon a mirarlo. El dueño sacó el anzuelo con una sonrisa orgullosa. El niño lo miró de tal manera que supe con certeza que era el padre, y que nunca olvidaría ese día. Pensé en la madre, esperando noticias, me pregunté si esa noche cenarían pescado, qué clase de pescado sería.

El hombre levantó el pez, lo estudió con ambas manos y se lo presentó al niño como un bebé recién nacido. Pero eran los últimos minutos, la vida que se va, el instinto inútil de supervivencia. El otro hombre buscó algo en su teléfono celular y después lo levantó apuntando al padre y al niño que posaron victoriosos con el pez en la mano, todavía vivo.

¿Cuánto aguantaría? ¿Una foto más? Me intrigaba ver dónde lo conservarían, cómo lo llevarían a casa. Pero no, después de la foto, con un gesto rápido y despreocupado, el padre lanzó el pez al agua y se dispuso a preparar una nueva carnada. Yo, confundida e incrédula, busqué en el rio, quería ver algún signo de vida o de muerte, el pez flotando, o nadando, verlo. No podía creer que todo había sido para la foto.

Quería ver si había resistido pero nada, el agua se tambaleó pareja y constante y no lo trajo a la superficie. El agua. El agua. Lo imaginé desesperado después del susto: esos cinco minutos de fama que casi lo matan. La foto que probaba su existencia. Nadaría rápido, hacia las profundidades seguras,  el anonimato, bajando en un movimiento similar al del avión de T., que ya tocaba tierra firme cuando crucé al otro lado.

3 comentarios:

dvadell dijo...

Hola,

Gracias por lo que escribís en tu blog. Yo lo sigo disfrutando.

Lo que escribiste está bueno! El párrafo que empieza con "A unos pocos metros había dos hombres y un niño pescando", y el siguiente, me aburrieron, pero todo el resto, antes como después de esa parte, me atrapó y lo leí con place.

Hasta el próximo post!
-- Diego

María dijo...

Muchas gracias, Diego. Por las palabras.
Qué bueno que sigas por acá.

Saludos!

Gloria dijo...

Lo que más me gustó es SE LO QUIERE CON LOCURA beso gloria