sábado, 23 de noviembre de 2013

La roña

Después de la discusión con Jorge me fui a pensar a la plaza, como hacía de chica cuando me peleaba con mi mamá. Eran casi las seis y media pero el sol todavía tenía la fuerza de las tres de la tarde.

Caminé hacia el sector de los juegos porque no quería estar sola. Además, la cercanía de los niños me daba cierta paz, una conexión con la esencia, como si se reubicaran valores y se pusieran ideas en perspectiva. 

Me senté en el banco curvo que delimitaba el sector, junto a una pobre platea de dos madres, bajo la sombra del único árbol cercano. Una de ellas tejía, alternaba su mirada entre el punto y su niña solitaria, que se hamacaba disfrutando del viento artificial como si pudiese quedarse ahí toda la vida. La otra madre parecía agotada y leía una revista que dejó cuando llegué. Me miró de arriba abajo, supongo que le pareció que me faltaba algo. Cuando la aburrí, se abanicó con la revista y se dedicó a mirar a su pequeño titán en pañales, que se adueñaba del arenero rectangular desplegando estratégicamente en cada esquina pelota, pala y balde, un caballo inflable y hasta el protector solar con el que lo habían mal embadurnado. Tenía excesos de crema blanca en la cara y en la panza, parecía un pintor, y empezó a golpear el caballo con fuerza con las dos manos llenas de arena en un arranque de berrinche que su madre intentó parar con un ¡no, Nico, no! Nico siguió pegando pero cada vez más despacio y ya con palmas abiertas, como si estuviese tocando un tambor y buscase la manera de seguir descargando sin censura. Las dos madres se miraron, es un terremoto, dijo la de Nico transpirando. La otra sonrío con un dejo de goce y siguió tejiendo tranquila. 

A los pocos minutos llegó una tercera madre. Saludó y cruzó su cochecito último modelo por enfrente nuestro. Se instaló cerca de la madre de Nico pero al sol, y lo primero que hizo fue bajarse los tirantes del vestido para broncearse sin marca. Después desenganchó a su niño del asiento y lo trasladó sentado en el aire hacia el arenero. El niño vestía un enterito negro pegado al cuerpo, corto y sin mangas. Era moreno y flaco, como su madre, que lo dejó sin juguetes ni nada, recién caído en paracaídas. Ella volvió al banco y se recostó con los ojos cerrados, parecía una modelo. 

Yo recibí un mensaje de Jorge, “volvé, hablemos, dale”. Si lo que quería era hablar me hubiese llamado. La madre de Nico reabrió la revista, quería compensar con intereses su disminuida belleza frente a la otra. El niño moreno se levantó tambaleante, me impresionó su cuerpito fibroso y proporcionado. Tomó envión flexionando las rodillas y se dirigió a la esquina donde estaban la pala y el balde. Terremoto, desde la esquina contraria, levantó la mirada despacio, como el toro que distingue al torero. En pocos segundos, sorprendió al moreno de espaldas y lo empujó de cara al piso. Nunca había visto que los niños pudiesen gatear tan rápido, y menos en la arena. El moreno cayó con la pala en la mano y Terremoto se la arrebató y le empezó a pegar en las piernas, volviendo a su afán de percusionista. El otro tardó en reaccionar, parece que a los niños les lleva algunos segundos percibir el dolor. Escupió el chupete y su llanto despertó a la madre, que se metió en la arena, lo levantó cariñosa y le revisó la cara. Minimizó el asunto mojándole la cabeza con una botella de agua y lo peinó con la mano. No tenía idea de qué había pasado. La madre de Nico se acercó y le preguntó ¿cuánto tiene? Cumple un año y cuatro meses ahora en marzo, respondió la linda. La madre de Nico asintió esperando que la otra le hiciese la misma pregunta, cosa que hizo. Un año, respondió y explicó que había nacido con cuatro kilos doscientos. Ahora está en casi doce y medio, es un terremoto. Ah, claro, asintió la morena, es enorme y qué alto, con un año mide más que Teo, y le sonrió a su hijo, que se recuperaba con espasmos. Teo, normal, once trescientos, algo así. El niño se calmó y ella volvió a ponerle el chupete. Salió del arenero y se sentó abierta hacia la mamá de Nico, que también giró su cuerpo para explicitar disponibilidad, y se enredaron en marcas de pañales y precios de papilla. 

Volví a mirar a la arena, era mucho más entretenida la pelea por la pala. El moreno, ya repuesto, caminaba seguro al centro. Parecía otro niño, no el que hace unos segundos había estado llorando abrazado a mamá. Despedía cierto halo de precoz virilidad y estudiaba los movimientos de Terremoto, que se había subido al caballo y lo azotaba en la cabeza con la pala. Moreno movió los brazos intentando llamarlo con palabras que no le salían, con rabia. Pensé en la impotencia de no poder hablar y supe que se iban a volver a trenzar, para ser sincera, deseaba que así fuese. Terremoto frenó su feroz cabalgata cuando vio que el otro lo miraba, pero antes de que pudiese bajarse del muñeco, Moreno ya agarraba con una mano la pala y con la otra los pocos pelos rubios de Terremoto, que lanzó un alarido que casi me deja sorda. La madre entró de nuevo y trató de razonar con Teo para que soltase pero no había caso. Perdiendo toda su gracia femenina, gritó y acompañó con los dedos: ¡Teo, a la una! ¡Teo, a las dos! ¡Teo, a las…! Moreno soltó su presa. Terremoto, por inercia, cayó con fuerza al piso, la arena se le pegó en la crema y el sudor, pero vio que todavía tenía la pala en la mano y no lloró. Alcancé a ver cierto guiño victorioso, había resistido. 

La modelo aplaudió el fin de la pelea y, algo avergonzada, llevó a Teo a la otra esquina y lo sentó en el balde dado vuelta. Ahí le susurró unas palabras a los ojos y le volvió a poner el chupete después de metérselo ella misma en la boca para limpiarlo. La madre de Nico, aunque tarde, también había reaccionado y con una toallita húmeda le limpiaba la cara y los mocos a su hijo, no logró sacar la arena del pañal. Se terminó, se terminó, repetía y, desde la esquina, relojeaba a la morena, que le daba la espalda. Después empezó a juntar los juguetes. 

Terremoto siguió aferrado a su pala, como un terrorista a su bomba. Miró a Moreno desde lejos, se miraban fijo. El sol empezó a caer y las nubes se pusieron rojas. La mujer que tejía bajó a su hija de la hamaca y se fue sin saludar. Sonaron las campanas de la iglesia. Yo recibí otro mensaje: “por favor, vení”. Las madres hablaron de la pelea, tiene que aprender a compartir, decía la fea mientras ordenaba los bártulos y la linda controlaba cada tanto a los bebés. Uno en cada esquina, se seguían mirando, era un duelo mental. Parecían grandes, asesinos con cara de bebé. Yo soñé que se abrazaban. Pero no. Se miraban de una manera que no había visto antes, con una fuerza nueva y primitiva, una furia inimaginable en dos niños. Quizás así es el odio, pensé. 

 Después volví a casa y hablé con Jorge.

(Ilustración de Brenda Fahey)

1 comentario:

Don Julio dijo...

estar solo y ver otras situaciones...ayuda para ubicarnos entre la distancia vincular, tan necesaria a veces, entre dos. ¿no?

Abrazo a tu buen tino.