domingo, 6 de octubre de 2013

Promesa

Hace tiempo que aprendí a dejar los libros cuando no me gustan, no me interesan o no encajan en el momento. Los dejo en el principio, por la mitad. Los dejo, como dejo una manzana muy arenosa después del primer mordisco, como dejo un vestido que ya no me entra.

Otras veces hay libros que me gustan pero están trabados. Puedo leer una página, o dos, y de ahí no paso, empiezo a pensar en lavar los platos o en ir a comprar verduras. Pero como el libro me gusta, pongo el lápiz de señalador y lo mantengo cerca. No lo dejo, lo fuerzo y avanzo por sus páginas lentamente como una carreta del siglo quince. 

Y después hay libros que son como personas que me acompañan, con los que quiero pasar todo el tiempo posible. Les juro que no exagero si digo que cuando estoy leyendo un libro que me gusta me cambia la vida. No me cambia un poquito, me cambia mucho la vida: las esperas, los viajes, las noches, el baño. Nunca me siento sola cuando sé que estoy leyendo uno de esos libros, es como si me estuviesen esperando las veinticuatro horas del día con el mejor programa del mundo, como si hubiese un espacio maravilloso al que puedo recurrir en cualquier momento. Es otra dimensión que puedo llevar en la cartera.

(Promesa: Sólo leer este tipo de libros.)

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