sábado, 27 de abril de 2013

La familia después


Había perdido en el camino una de las casas del pueblo construido con cajas de remedios. Malena fue directo a su cuarto a poner la maqueta trunca en un lugar seguro y a liberarse de la mochila. Al entrar a su casa, le había llamado la atención la comida china en la mesa. Pedían comida cuando pasaba algo. Cuando ascendieron a su papá, habían pedido sushi pero a ella no le había gustado. Si no pasaba nada, a su mamá no le gustaba pedir, decía que en un hogar había que comer “de casa”.
Era raro el silencio y el pasillo oscuro. Su madre le gritó desde el baño que se lavase las manos y la ayudase a poner la mesa. Malena escuchó los tacos hacia el lavadero y que ella ordenaba quejándose del olor a cigarrillo en las camisas. En el baño fue un milagro encontrar el jabón entre los maquillajes, habían quedado desparramados como escombros. Su madre entró para darle un beso, traía el mantel y casi lo cuelga en el lugar de la toalla, dijo que se estaba volviendo loca y salió de nuevo para la cocina, con esa solidez forzada de las madres que no están bien.
Entre las dos pusieron la mesa y Malena le contó cómo eran las maquetas de sus compañeros. Había una del oeste, hecha de plastilina con caballos que parecían perros. Otra tenía nubes de algodón y, lo más lindo, los autos eran cajitas de fósforos con ruedas de botón. Pero el pueblo que más le había gustado era el de Pablo. Estaba hecho todo, hasta los aviones, de alambre y papel de diario. Pablo era un genio.
     Se sentaron y su madre abrió los paquetes de comida. Podría haber repetido palabra por palabra lo que su hija le contaba, pero eso no es escuchar, y en vez de mirar a Malena a los ojos la miraba a la nariz. Le temblaban las manos cuando acomodó junto a los tenedores los sobres de palitos chinos que nunca usaban. Esas empanaditas eran las que habían comido la noche que terminó tercer grado, el día que nació el primo Felipe y la primera vez que probó la cerveza, cuando su padre se amigó con el tío. Pero esta vez, Malena intuyó que venían rellenas de otra cosa. Recién cuando terminó el arroz de su plato, su madre le avisó que papá no iba a venir a cenar. Sus ojos, maquillados de más, se llenaron de agua turbia y jugó con los palitos chinos que al separarlos con fuerza hicieron clack.

Con los días se fue yendo el olor a cigarrillo de la casa. En el colegio, a casi todos ya les había pasado lo mismo y hablaron de eso en los recreos. Alguien dijo que así era mejor, que ahora tenía dos casas. Varios asentían pero no decían nada. Pablo habló de los fines de semana con su papá, le compraba de todo y lo llevaba al cine a ver dos películas seguidas.
Con los meses cambiaron de color los almohadones, las cortinas, el acolchado. Se agrandó el espacio y quedaron pocos libros. A Malena la dejaban invitar a alguien o ir a otras casas todas las tardes. Se hizo más amigas y le empezó a gustar Pablo pero no se lo dijo a nadie.
Cuando le vino la menstruación, se alegró de que Ernesto ya no viviese con ellas. Su mamá, a la que había empezado a llamar Emilia, pidió helado y, aunque no llegó a ser una fiesta como las de antes, se quedaron mirando capítulos de una serie hasta las dos de la mañana.
Su cuerpo cambió, pero Emilia andaba desnuda por la casa y Malena supo que lo suyo no era raro. Ella también empezó a salir del baño sin toalla y para el casamiento de su prima las tres tomaron sol en la terraza sin corpiño.
Los muebles viejos se llevaron recuerdos. Regalaron el sillón verde en donde Ernesto había pasado miles de domingos en pijama, con los diarios abiertos por todo el living como carpas desinfladas.
Ernesto la venía a buscar los sábados y le compraba ropa, comían afuera y la dejaba traer amigas que le envidiaban el papá porque no se enojaba cuando le decía boludo. Le regalaba libros. Cuando almorzaban solos, Malena le contaba secretos que era mejor no hablar con la gente que veía todos los días. Le contó que estaba enamorada de Pablo y, cuando se arrepintió, no hubo problema porque nunca más se habló del tema.
La casa estaba siempre ordenada y Emilia ya no trataba de ser la mujer perfecta; se maquillaba con lo justo, usaba zapatillas y su perfume se quedaba en el aire sin empalagar. Pedía comida bastante seguido, milanesas con puré o un pollo al que le agregaba un tomate al medio. Había vuelto a comprar flores y a salir de noche. Se dejó el pelo largo, le hacía menos preguntas y bajó algunos quilos. A veces las dos se confundían de pantalones, se prestaban remeras, se reían. Seguro que tu mamá tiene novio le decían en voz baja, pero Emilia nada, parecía una de sus amigas que no querían admitir que gustaban de un chico.
Empezó a sonar el teléfono a cualquier hora. Malena tuvo su primer novio y otro y después Pablo, que se acostó con otra y le rompió el corazón. En medio de la tristeza, o por ella, decidió que iba a ser arquitecta, empezó a estudiar dibujo técnico y a nadar en el equipo de un club.

Una tarde, Emilia se sentó a la mesa y, mientras comían  tostadas con queso, le avisó que esa noche no iba a dormir en casa. Antes de salir puso plata abajo del florero para que pidiera algo de cenar y le dijo que la llamase a cualquier hora por cualquier cosa, que la quería más que a nada en el mundo y que eso no iba a cambiar nunca. A Malena le pareció que estas últimas palabras no venían al caso. Le gustaba estar sola pero cuando se cansó de hablar por teléfono fue raro. Pidió empanadas y cerveza y se quedó dormida en la cama grande. A la mañana siguiente se despertó temprano, se bañó y se fue al colegio.
Pasaron suficientes semanas como para comprobar que su mamá tenía novio, cuando ya se caía de maduro Emilia lo confesó. Usó la palabra incipiente cuando le preguntó quién era, pero Malena no insistió, la verdad es que prefería no conocerlo.

Ese día en la pileta nadó rápido y sin ganas. En el vestuario, ni se secó el pelo y guardó la malla sin bolsa. Quería volver a casa para pedirle a Emilia que la dejase viajar al sur con dos amigas, hacía rato que esta conversación se repetía en su cabeza y no podía más.
Salió a la calle y el frío le pegó en la cara. Lo vio de lejos, estaba en la esquina, fumando. Parecía uno de esos chicos cancheros de otros colegios que hacían de cuenta que no esperaban cuando salían ella y sus amigas. Cuando él la vio sonrió y levantó los brazos como si hubiese ganado algo. Caminaron uno hacia el otro invirtiendo el recorrido de un duelo.
¿Qué hacés acá?, preguntó sofocada dentro del abrazo fuerte que le dio Ernesto. Nunca lo había visto tan contento. Fueron a un bar y apenas se sentaron se lo dijo. A ella le sonaron como frases en otro idioma, no estaba preparada, como cuando muere alguien o se cae un edificio. Su padre no dio pistas ni preámbulos, se lo dijo frente a una mesa vacía, sin comida de por medio, ni siquiera un servilletero de donde agarrarse para no mirarlo.
El mozo llegó tarde, Ernesto pidió un café y Malena un tostado para tener algo en las manos y en la boca, para no llorar. Después le dijo que iba a estudiar con una amiga y se fue. No quería volver a su casa, a estar los tres contentos. No quería que sus cosas volviesen a estar sólo en su cuarto ni escuchar gritos de organización ni que Ernesto calase de nuevo su forma en el sillón. No quería volver a cubrirse con la toalla cuando salía del baño, al pasillo siempre iluminado, la televisión prendida, la mesa con el mismo mantel para el desayuno y la cena.

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