Había perdido
en el camino una de las casas del pueblo construido con cajas de remedios. Malena
fue directo a su cuarto a poner la maqueta trunca en un lugar seguro y a liberarse
de la mochila. Al entrar a su casa, le había llamado la atención la comida
china en la mesa. Pedían comida cuando pasaba algo. Cuando ascendieron a su
papá, habían pedido sushi pero a ella
no le había gustado. Si no pasaba nada, a su mamá no le gustaba pedir, decía
que en un hogar había que comer “de casa”.
Era raro el
silencio y el pasillo oscuro. Su madre le gritó desde el baño que se lavase las
manos y la ayudase a poner la mesa. Malena escuchó los tacos hacia el lavadero
y que ella ordenaba quejándose del olor a cigarrillo en las camisas. En el baño
fue un milagro encontrar el jabón entre los maquillajes, habían quedado
desparramados como escombros. Su madre entró para darle un beso, traía el
mantel y casi lo cuelga en el lugar de la toalla, dijo que se estaba volviendo
loca y salió de nuevo para la cocina, con esa solidez forzada de las madres que
no están bien.
Entre las dos pusieron
la mesa y Malena le contó cómo eran las maquetas de sus compañeros. Había una
del oeste, hecha de plastilina con caballos que parecían perros. Otra tenía
nubes de algodón y, lo más lindo, los autos eran cajitas de fósforos con ruedas
de botón. Pero el pueblo que más le había gustado era el de Pablo. Estaba hecho
todo, hasta los aviones, de alambre y papel de diario. Pablo era un genio.
Se
sentaron y su madre abrió los paquetes de comida. Podría haber repetido palabra por palabra lo que su
hija le contaba, pero eso no es escuchar, y en vez de mirar a Malena a los ojos
la miraba a la nariz. Le temblaban las manos cuando acomodó junto a los
tenedores los sobres de palitos chinos que nunca usaban. Esas empanaditas eran las
que habían comido la noche que terminó tercer grado, el día que nació el primo
Felipe y la primera vez que probó la cerveza, cuando su padre se amigó con el
tío. Pero esta vez, Malena intuyó que venían rellenas de otra cosa. Recién
cuando terminó el arroz de su plato, su madre le avisó que papá no iba a venir
a cenar. Sus ojos,
maquillados de más, se llenaron de agua turbia y jugó con los palitos chinos
que al separarlos con fuerza hicieron clack.
Con los días se
fue yendo el olor a cigarrillo de la casa. En el colegio, a casi todos ya les
había pasado lo mismo y hablaron de eso en los recreos. Alguien dijo que así
era mejor, que ahora tenía dos casas. Varios asentían pero no decían nada. Pablo
habló de los fines de semana con su papá, le compraba de todo y lo llevaba al
cine a ver dos películas seguidas.
Con los meses cambiaron
de color los almohadones, las cortinas, el acolchado. Se agrandó el espacio y quedaron
pocos libros. A Malena la dejaban invitar a alguien o ir a otras casas todas
las tardes. Se hizo más amigas y le empezó a gustar Pablo pero no se lo dijo a
nadie.
Cuando le vino
la menstruación, se alegró de que Ernesto ya no viviese con ellas. Su mamá, a
la que había empezado a llamar Emilia, pidió helado y, aunque no llegó a ser
una fiesta como las de antes, se quedaron mirando capítulos de una serie hasta
las dos de la mañana.
Su cuerpo
cambió, pero Emilia andaba desnuda por la casa y Malena supo que lo suyo no era
raro. Ella también empezó a salir del baño sin toalla y para el casamiento de su
prima las tres tomaron sol en la terraza sin corpiño.
Los muebles viejos se llevaron recuerdos. Regalaron
el sillón verde en donde Ernesto había pasado miles de domingos en pijama, con los diarios abiertos
por todo el living como carpas desinfladas.
Ernesto la venía
a buscar los sábados y le compraba ropa, comían afuera y la dejaba traer amigas
que le envidiaban el papá porque no se enojaba cuando le decía boludo. Le regalaba libros. Cuando
almorzaban solos, Malena
le contaba secretos que era mejor no hablar con la gente que veía todos los
días. Le contó que estaba enamorada de Pablo y, cuando se arrepintió, no
hubo problema porque nunca más se habló del tema.
La casa estaba siempre
ordenada y Emilia ya no trataba de ser la mujer perfecta; se maquillaba con lo
justo, usaba zapatillas y su perfume se quedaba en el aire sin empalagar. Pedía
comida bastante seguido, milanesas con puré o un pollo al que le agregaba un
tomate al medio. Había vuelto a comprar flores y a salir de noche. Se dejó el
pelo largo, le hacía menos preguntas y bajó algunos quilos. A veces las dos se
confundían de pantalones, se prestaban remeras, se reían. Seguro que tu mamá tiene novio le decían en voz baja, pero Emilia
nada, parecía una de sus amigas que no querían admitir que gustaban de un
chico.
Empezó a sonar
el teléfono a cualquier hora. Malena tuvo su primer novio y otro y después
Pablo, que se acostó con otra y le rompió el corazón. En medio de la tristeza,
o por ella, decidió que iba a ser arquitecta, empezó a estudiar dibujo técnico
y a nadar en el equipo de un club.
Una tarde,
Emilia se sentó a la mesa y, mientras comían tostadas con queso, le avisó que esa noche no
iba a dormir en casa. Antes de salir puso plata abajo del florero para que
pidiera algo de cenar y le dijo que la llamase a cualquier hora por cualquier
cosa, que la quería más que a nada en el mundo y que eso no iba a cambiar nunca.
A Malena le pareció que estas últimas palabras no venían al caso. Le gustaba
estar sola pero cuando se cansó de hablar por teléfono fue raro. Pidió
empanadas y cerveza y se quedó dormida en la cama grande. A la mañana siguiente
se despertó temprano, se bañó y se fue al colegio.
Pasaron
suficientes semanas como para comprobar que su mamá tenía novio, cuando ya se
caía de maduro Emilia lo confesó. Usó la palabra incipiente cuando le preguntó quién era, pero Malena no insistió, la
verdad es que prefería no conocerlo.
Ese día en la
pileta nadó rápido y sin ganas. En el vestuario, ni se secó el pelo y guardó la
malla sin bolsa. Quería volver a casa para pedirle a Emilia que la dejase
viajar al sur con dos amigas, hacía rato que esta conversación se repetía en su
cabeza y no podía más.
Salió a la
calle y el frío le pegó en la cara. Lo vio de lejos, estaba en la esquina,
fumando. Parecía uno de esos chicos cancheros de otros colegios que hacían de
cuenta que no esperaban cuando salían ella y sus amigas. Cuando él la vio
sonrió y levantó los brazos como si hubiese ganado algo. Caminaron uno hacia el
otro invirtiendo el recorrido de un duelo.
¿Qué
hacés acá?, preguntó sofocada dentro del abrazo fuerte
que le dio Ernesto. Nunca lo había visto tan contento. Fueron a un bar y apenas
se sentaron se lo dijo. A ella le sonaron como frases en otro idioma, no estaba
preparada, como cuando muere alguien o se cae un edificio. Su padre no dio pistas
ni preámbulos, se lo dijo frente a una mesa vacía, sin comida de por medio, ni siquiera
un servilletero de donde agarrarse para no mirarlo.
El mozo llegó tarde, Ernesto pidió un café y Malena
un tostado para tener algo en las manos y en la boca, para no llorar. Después
le dijo que iba a estudiar con una amiga y se fue. No quería volver a su casa, a
estar los tres contentos. No quería que sus cosas volviesen a estar sólo en su
cuarto ni escuchar gritos de organización ni que Ernesto calase de nuevo su
forma en el sillón. No quería volver a cubrirse con la toalla cuando salía del
baño, al pasillo siempre iluminado, la televisión prendida, la mesa con el
mismo mantel para el desayuno y la cena.
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