La soledad era la única emoción activa que me quedaba, mi única obsesión verdadera. Esperaba haber adquirido un poco de paciencia con el paso de los años, de los malos años, y me consideraba un hombre más bien discreto e incluso perseverante -virtudes de las que siempre había carecido-, y creía que por fin había terminado el tiempo de desperdiciar mis fuerzas en rebeldías inútiles. Desde la distancia fría, desde la ligera eminencia que había obtenido, la rebeldía me parecía banal y excesiva, y se me ocurría que el atributo, el rasgo distintivo que más valía la pena tener era la astucia. En el pasado había habido mucho ímpetu ciego; se habían infligido muchas heridas indiscriminadas; muchas veces me había herido y había herido a otros muy desgraciadamente. Por fin peleaba, o creía pelear, una guerra mucho más sensata, aunque más limitada y circunspecta: consistía sobre todo en repliegues calculados, en retiradas a conciencia.
(Fragmento de "Que el mundo me conozca", de Alfred Hayes)
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