Salgo de mi casa y en la parada del colectivo pienso: no tengo lapicera. Siento que me faltan la cabeza, la billetera, las monedas, el celular, las llaves. No puedo andar sin lapicera. Ah, sí, tengo una, pero está débil y escribe cuando quiere. Viene el colectivo; mirando la gente y la calle avanzar por la ventana me olvido de que me falta el aire.
Pienso en qué parada, es un día de sol y busco caminar un poco. Bajo antes y estudio coordenadas, estoy ubicada y cerca de mi destino. Qué lindo día. Me distrae una vidriera: un ajedrez de madera antiguo, dados gigantes, cubiletes, loterías, ruletas, damas, backgammons, dados miniatura, dominós, dardos y un tiro al blanco.
Por estos tiempos pienso mucho en la suerte: ¿qué es? ¿Existe? ¿Es suerte lo que llamamos suerte? ¿Cuándo juzgar si algo es buena o mala suerte? ¿La buena o la mala suerte inicial y básica no es el lugar donde nacemos? ¿La suerte ayuda, acompaña, puede torcer nuestros verdaderos deseos? La suerte me obsesiona.
Entro al negocio como un niño a una juguetería. Perdón, no como, soy una niña en una juguetería. Hablo con el dueño este negocio es nuevo me cuenta, qué lindo, te felicito y me compro un dado grande. Quiero tenerlo para que decida por mí algunas cosas, quiero probar a la suerte, estudiarla.
Pago el dado y cuando estoy saliendo ch, ch, ch, esto es para vos, me alcanza el hombre y me da un tubito de cartón. Le sonrío, que tengas suerte con el negocio, lo digo sin pensar en la suerte sino en que le deseo lo mejor a este hombre quién sabe por qué. En la calle, el sol me da en la cara y estoy contenta.
Camino con el tubito de cartón que me recuerda dónde encontrar esa juguetería si quiero volver. Tiene una ranura y me doy cuenta de que se abre. Y ahí está: nueva, roja, reluciente; mi joya, mi anillo de compromiso, mi moneda, mi destino, ¿mi suerte? Ahí está la lapicera querida que me acompañará los próximos meses.
No hay comentarios:
Publicar un comentario