Ayer, como siempre que voy a la psicóloga, iba caminando pensando en sobre qué iba a hablar. Definitivamente tenía que hablar de la contractura y el pánico que me acosan por estos días y que tienen su raíz en un trabajo nuevo que empiezo en agosto. Es un trabajo que dura varios meses y que, de alguna manera, yo deseaba hace tiempo.
No siempre tengo claro qué es lo que me inquieta. Pero ayer sí, estaba clarísimo y eso me daba una tranquilidad parecida a la que, de chica, me provocaba ir al colegio con la tarea hecha. Entonces toqué el timbre y empezó la rutina: soy María, ahí bajo, apretón de manos hola, ascensor, puerta, cuarto del fondo y me saco el tapado, me siento, se sienta, cómo anda le pregunto yo y las dos nos reímos, porque siempre le pregunto lo mismo en el mismo momento, cuando está cruzando las piernas. Ella nunca contesta, sólo celebra con risa mi persistencia a través de las cesiones, me gusta nuestro ingenuo ritual.
Pero después pasó algo raro. Como si fuese el muñeco de un ventrílocuo, empecé a hablar de uno de los temas centrales de mi terapia (increíblemente todavía hay cosas nuevas), hasta lloré. Hablé bastante. Hacia el final, y mientras me secaba las lágrimas, balbucee “no sé por qué hablé de esto, quería hablar de lo nerviosa que estoy por mi nuevo trabajo”. Ella sonrió (casi tanto como cuando le pregunto cómo anda). “Mejor miedo conocido que miedo por conocer, ¿no le parece?”, y agarró la agenda mientras su frase me rompía la cabeza.
4 comentarios:
María, sos tan transparente. Esta anécdota, como tantas otras, está escrita con tanta frescura e inocencia que es un placer leerla!
De este lado, leyendote como siempre,
Laura.
Adhiero a lo que dice Laura.
Logras que te tomen cariño muy facilmente!
besos
Me olvide de poner que soy Vero, je.
Ay chicas... me sonrojé, gracias!
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