Me encanta ir al cine del Malba el domingo. Es uno de mis programas preferidos. Elijo la película que quiero ver y después ahí, si me tiento, cuando salgo veo otra. Debo confesar que me gusta ir sola, vivo muy cerca y me da placer caminar esas calles hasta el museo. Pienso bastante, leo un poco si llego con tiempo. Ir al cine sola de día me encanta, me gustó siempre. No entiendo a la gente que se siente incómoda, perdón.
Si no me encuentro con nadie, la única palabra que digo es “una”. En esas tardes se me resetea el cerebro. Todas las ideas, los problemas, los proyectos y los diálogos con los otros se reorganizan en mi cabeza, queda ordenada y limpia. Seguir de largo sin un domingo así cada tanto me hace mal, la vida me empieza a parecer caótica, muy rápida y demasiado poblada.
Antes los domingos eran lindos también. Generalmente almorzábamos con una familia, después dormíamos la siesta o mirábamos una película y a la noche comíamos con la otra familia. Eran divertidos, pero demasiado llenos. Algo bueno de ser soltera son estos domingos mágicos. Clarice me da la razón, y espero ayudar aunque sea un poquito a las personas que se quedan tiradas en la cama, comiendo papas fritas y mirando basura en la televisión:
"Estuve sola todo un domingo. No telefoneé a nadie ni nadie me telefoneó. Estaba totalmente sola. Me quedé sentada en un sofá con el pensamiento libre. Pero en el transcurso de ese día, hasta la hora de dormir, tuve tres veces un súbito reconocimiento de mí misma y del mundo que me asombró y me hizo sumergir en profundidades oscuras de donde salí hacia una luz de oro. Era el encuentro del yo con el yo. La soledad es un lujo."
("Un soplo de vida" - Clarice Lispector)
4 comentarios:
Siento que me pasa algo parecido. Cuando estoy viviendo muchas cosas siento que tengo que poner el freno un momento y traducir todo eso en mi cabeza. Es un momento que drisfruto mucho, pero me molesta en esas épocas en las que empiezo a pensar demasiado y a perder un poco contacto con el exterior.
No se si sea algo parecido, pero cuando lo contás vos suena mucho más lindo. Eso seguro.
un saludo! Me encantó la energía que tiene tu blog, gracias por compartirlo
La soledad es un lujo que deberìa mantenerse cuando uno vive en dos. La soledad es lo que me permite tener una unidad y un centro. Mi mundo interno se nutre y crece con esos momentos que tan bien describìs. Como ahora, que leo, estudio francès y veo una pelìcula en lo que ya es un viernes por la noche estupendo.
Todo ser humano, y con mayor razón todo artista, desea que se reconozca lo que él es o quiere ser. Yo también lo deseo.
Pero me es imposible no comparar la resonancia del reconocimiento con lo que realmente soy.
¿Cómo un hombre casi joven todavía rico sólo de dudas, con una obra apenas en desarrollo, habituado a vivir en la soledad del trabajo o en el retiro de la amistad, podría recibir, sin cierta especie de pánico, un galardón que le coloca de pronto, y solo, en plena luz? ¿Con qué estado de ánimo podría recibir ese honor al tiempo que, en tantas partes, otros escritores, algunos entre los más grandes, están reducidos al silencio y cuando, al mismo tiempo, su tierra natal conoce incesantes desdichas?
Sinceramente he sentido esa inquietud y ese malestar. Para recobrar mi inquietud y este malestar. Para recobrar mi paz interior me ha sido necesario ponerme a tono con un destino harto generoso. Y como me era imposible igualarme a él con el sólo apoyo de mis méritos, no ha llegado nada mejor, para ayudarme, que lo que me ha sostenido a lo largo de mi vida y en las circunstancias más opuestas: la idea que me he forjado de mi arte y de la misión del escritor. Permitidme que, aunque sólo sea en prueba de reconocimiemto y amistad, os diga, con la sencillez que me sea posible, cuál es esa idea.
Personalmente, no puedo vivir sin mi arte. Pero jamás he puesto ese arte por encima de toda otra cosa. Por el contrario, si él me es necesario, es porque no me separa de nadie y que me permite vivir, tal como soy, al nivel de todos. A mi ver, el arte no es una diversión solitaria. Es un medio de emocionar al mayor número de hombres ofreciéndoles una imagen privilegiada de dolores y alegrías comunes. Obliga, pues al artista a no aislarse; muchas veces he elegido su destino más universal. Y aquellos que muchas veces han elegido su destino de artistas porque se sentían distintos, aprenden pronto que no podrán nutrir su arte ni su diferencia sino confesando su semejanza con todos.
El artista se forja en ese perpetuo ir y venir de sí mismo a los demás; equidistantes entre la belleza, sin la cual no puede vivir, y la comunidad, de la cual no puede desprenderse. Por eso los verdaderos artistas no desdeñan nada; se obligan a comprender en vez de juzgar, y sin han de tomar un partido en este mundo, este sólo puede ser el de una sociedad en la que según la gran frase de Nietzsche, no ha de reinar el juez sino el creador, sea trabajador o intelectual.
Por lo mismo, el papel del escritor es inseparable de difíciles deberes. Por definición, no puede ponerse al servicio de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la sufren. Si no lo hiciera, quedaría solo, privado hasta de su arte. Todos los ejércitos de la tiranía, con sus millones de hombres, no le arrancarán de la soledad, aunque consienta en acomodarse a su paso y, sobre todo, si lo consintiera. Pero el silencio de un prisionero desconocido, basta para sacar al escritor de su soledad, cada vez, al menos, que logra, en medio de los privilegios de su libertad, no olvidar ese silencio, y trata de recogerlo y reemplazarlo para hacerlo valer mediante todos los recursos del arte.
Ninguno de nosotros es lo bastante grande para semejante vocación. Pero en todas las circunstancias de su vida, obscuro o provisionalmente célebre, aherrojado por la tiranía o libre de poder expresarse, el escritor puede encontrar el sentimiento de una comunidad viva, que le justificara a condición de que acepte, en la medida de lo posible, las dos tareas que constituyen la grandeza de su oficio: el servicio de la verdad y el servicio de la libertad. Y pues su vocación es agrupar el mayor número posible de hombres, no puede acomodarse a la mentira y a la servidumbre que, donde reinan, hacen proliferar las soledades. Cualesquiera que sean nuestras flaquezas personales, la nobleza de nuestro oficio arraigará siempre en dos imperativos difíciles de mantener: la negativa a mentir respecto de lo que se sabe y la resistencia a la opresión.
Durante más de veinte años de una historia demencial, perdido sin recurso, como todos los hombres de mi edad, en las convulsiones del tiempo, sólo me ha sostenido el sentimiento hondo de que escribir es hoy un honor, porque ese acto obliga, y obliga a algo más que a escribir. Me obligaba, esencialmente, tal como yo era y con arreglo a mis fuerzas, a compartir, con todos los que vivían mi misma historia, la desventura y la esperanza. Esos hombres -nacidos al comienzo de la primera guerra mundial, que tenían veinte años a tiempo de instaurarse, a la vez, el poder hitleriano y los primeros procesos revolucionarios, y que para poder completar su educación se vieron enfrentados luego a la guerra de España, la segunda guerra mundial, el universo de los campos de concentración, la Europa de la tortura y las prisiones -se ven obligados a orientar sus hijos y sus obras en un mundo amenazado de destrucción nuclear. Supongo que nadie pretenderá pedirles que sean optimistas. Hasta que llego a pensar que debemos ser comprensivos, sin dejar de luchar contra ellos, con el error de los que, por un exceso de desesperación, han reivindicado el derecho y el deshonor y se han lanzado a los nihilismos de la época. Pero sucede que la mayoría de nosotros, en mi país y en el mundo entero, han rechazado el nihilismo y se consagran a la conquista de una legitimidad. Les ha sido preciso forjarse un arte de vivir para tiempos catastróficos, a fin de nacer una segunda vez y luchar luego, a cara descubierta, contra el instinto de muerte que se agita en nuestra historia.
Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrías hacerlo, pero su tarea es quizá mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida en la que se mezclan revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden destruirlo todo, no saben convencer; en que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y de la opresión, esa generación ha debido, en sí misma y a su alrededor, restaurar, partiendo de sus amargas inquietudes, un poco de lo que constituye la dignidad de vivir y de morir. Ante un mundo amenazado de desintegración, en el que nuestros grandes inquisidores arriesgan establecer para siempre el imperio de la muerte, sabe que debería, en una especie de carrera loca contra el tiempo, restaurar entre las naciones una paz que no sea la de la servidumbre, reconciliar de nuevo el trabajo y la cultura y reconstruir con todos los hombres una nueva Arca de la alianza. No es seguro que esta generación pueda al fin cumplir esa labor inmensa, pero lo cierto es que, por doquier en el mundo, tiene ya hecha, y la mantiene, su doble apuesta en favor de la verdad y de la libertad y que, llegado al momento, sabe morir sin odio por ella.
Es esta generación la que debe ser saludada y alentada donde quiera que se halla y, sobre todo, donde se sacrifica. En ella, seguro de vuestra segura aprobación, quisiera yo declinar hoy el honor que acabáis de hacerme.
Al mismo tiempo, después de expresar la nobleza del oficio de escribir, querría yo situar al escritor en su verdadero lugar, sin otros títulos que los que comparte con sus compañeros de lucha, vulnerable pero tenaz, injusto pero apasionado de justicia, realizando su obra sin vergüenza ni orgullo, a la vista de todos; atento siempre al dolor y la belleza; consagrado, en fin, a sacar de su ser complejo las creaciones que intenta levantar, obstinadamente, entre el movimiento destructor de la historia.
¿Quién, después de esos, podrá esperar que el presente soluciones ya hechas y bellas lecciones de moral? La verdad es misteriosa, huidiza, y siempre hay que tratar de conquistarla. La libertad es peligrosa, tan dura de vivir como exaltante. Debemos avanzar hacia esos dos fines, penosa pero resueltamente, descontando por anticipado nuestros desfallecimientos a lo largo de tan dilatado camino. ¿Qué escritor osaría, en conciencia, proclamarse predicador de virtud? En cuanto a mí, necesito decir una vez más que no soy nada de eso. Jamás he podido renunciar a la luz, a la dicha de ser, a la vida libre en que he crecido. Pero aunque esa nostalgia explique muchos de mis errores y de mis faltas, indudablemente me ha ayudado a comprender mejor mi oficio y también a mantenerme, decididamente, al lado de todos esos hombres silenciosos, que no soportan en el mundo la vida que les toca vivir más que por el recuerdo de breves y libres momentos de felicidad y esperanza de volverlos a vivir.
(Extraido del texto leido por Albert Camus al recibir el Premio Nobel de Literatura).
Amen.
Yo soy igual y me encanta estar al menos un día a la semana sin salir de mi casa. Me quedo pensando, leyendo, escribiendo, mirando películas.
Disfruto mucho mis momentos de soledad y me siento incompleta sin ellos.
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