Hace unos meses viajé a Ushuaia a filmar un “documercial” interno para una tarjeta de crédito. O cómo llamarían a la terrorífica ocurrencia de ficcionalizar un rescate con el hijo real del hombre que finalmente murió interpretándose a sí mismo y con un “actor” (tras riguroso casting de semejanza con el difunto) de 88 años haciendo de su padre. Escribiendo esto, necesito profundizar un poco la loca idea antes de hablar de que hay que viajar liviano.
Ese hombre-actor, de más o menos sesenta años, vamos a ponerle Nick, venía de Canadá por unos miles de dólares a participar en la reconstrucción de la muerte de su padre, a hablar de cómo se sintió, de lo agradecido que estaba por el auxilio de esta empresa y de lo fantástica que es esa tarjetita de plástico.
Filmamos a Nick cuando, casi llorando desde un teléfono público, intentaba decirle los números de su tarjeta de crédito a la telemarketer, ángel divino que actúo con la mayor de las eficacias. Era de noche y hacía un frío de morirse. Al pobre hombre se le dificultaba actuar desesperado sin pasarse, sostener el logo de la tarjeta bien a cámara y leer tal cantidad de números. Hicimos varias tomas.
También filmamos las excursiones que hicieron juntos en ese último viaje, a Nick recorriendo las calles del fin del mundo pensativo, y cómo subían a su papá a la camilla y de ahí al avión que lo llevaría de vuelta a su país y al final de su vida.
Nick era ducho frente a cámara y, aunque un poco sordo, muy obediente con las indicaciones. Sólo se emocionó hasta las lágrimas en una entrevista tet a tet con el director (saquen a todo el mundo del set) en la que hasta yo quedé de cama. Nick era amable e independiente, intentaba molestar lo menos posible, no era un actor. Yo no estaba de acuerdo con la venta de su recuerdo pero me caía bien.
Había recorrido gran parte del mundo y me gustaba hablar con él. Viajaba sólo con una mochila, como las que usan los chicos para ir al colegio. Nos embarcábamos a Ushuaia, a puertas del invierno, y todo el equipo comentaba lo loco que estaba. Las chicas de vestuario, precavidas, le habían comprado ropa de refuerzo.
Durante la espera en el aeropuerto le pregunté como podía llevar tan poca cosa. Era muy dulce su sonrisa y sacó de su mochila un libro. Le faltaban la cubierta y todas las hojas de la primera mitad. Era un medio libro viejo. Arrancó las primeras diez hojas y me las dio, un puñadito de hojas amarillas sin tapas, la parte de la historia que él ya había leído y dejaba atrás.
Me explicó que hay que viajar liviano, que nunca hay que viajar con alguien aburrido y que siempre, siempre, se puede comprar. Lo del libro me encantó. La romántica idea de que sólo hacen falta cuerpo y mente para moverse por el mundo también. Pero vino alguien, el productor creo, y me sacó de clima hablándome de algo de trabajo. Después ya no pude volver a la poesía, me habían despertado.
Miré a Nick, las hojitas en mi mano me parecieron grandes y pesadas. Las comparé con ese plastiquito por el que treinta personas esperábamos en el aeropuerto hace tres horas. Y pensé que claro, que así viaja liviano cualquiera.
3 comentarios:
Maravilloso relato, tal vez demasiado documental.
últimamente disfruto mas del buen relato que de la historia que cuenta. Aunque no sea fiel a la realidad.
Oda a Big Fish.
Hubiera preferido que no te despertaran del sueño, es el momento de mayor libertad que tenemos en la vida, por que limitarlo?
Me gustó mucho el relato. Estamos de acuerdo que con un crédito abultado respaldado en una tarjeta plástica GOLD, se puede viajar muy liviano, pero este hombre ya cargaba una mochila pesadísima en sus espaldas. La vida misma, por la cual no zafas pagando exceso de equipaje... es como viajar en Ryan Air, para seguir a bordo tienes que dejar a atrás todo lo que pesa demasiado...
Me gustó la palabra "documercial" y para seto reinoso, no hay nada más fiel a la realidad que el relato que acabas de leer... lo digo con conocimiento de causa!
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